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António Botto y el ideal estético creador

Incluido por primera vez en Cartas que me fueron devueltas, de António Botto, Lisboa, 1932. Más tarde, integrado como introducción en Las canciones de António Botto, 6º ed., Lisboa, 1949


António Botto es el único poeta portugués, de los que sabemos que existen, a quien la designación de esteta se puede aplicar distintivamente, esto es, como definición suficiente, sin adición ni restricción. Este es el teorema; el fin de este breve estudio es demostrarlo.

Todo poeta es forzosamente esteta, porque todo artista lo es, pues esteta significa, primariamente, cultor de la belleza, y todo artista, y por lo tanto, todo poeta, es, por lo menos, cultor de la belleza por creación de ella. Hay, sin embargo, poetas, y artistas, que crean belleza por un movimiento íntimo espontáneo, en los que la idea de belleza no figura como elemento determinante: así un Byron o un Shelley miran menos a la belleza posible de lo que crean que a aliviar el alma del peso de una emoción, y la creación de belleza es parte del alivio más que preocupación directa. Hay otros que, aunque esclavos de la belleza, son, al mismo tiempo, súbditos de otras preocupaciones, como la religiosa en Dante y Milton, y la psicológica en Shakespeare. Los primeros no son enteramente estetas; los segundos no lo son exclusivamente. En casi todos los casos, la palabra esteta es demasiado amplia o demasiado estrecha para definir al poeta. Define, bien o mal, sólo parte de su espíritu: sólo lo inconsciente en el primer caso ejemplificado; sólo parte de lo consciente en el segundo.

Designo por esteta, como es de notar en lo que va dicho, al hombre que hace consistir en la contemplación de la belleza, distinta de la creación de ella, toda aquella actitud crítica de la vida a que llamamos ideal; y que, por concentrar en esa contemplación todo su ideal, no admite en éste ni elementos intelectuales, ni elementos morales, ni, en fin, elementos de cualquier orden que no sean contemplativos. Se deduce de esto que, por naturaleza y definición, el esteta propiamente tal no es artista, puesto que no es creador. Pero el caso de António Botto es que siendo evidentemente creador, puesto que es artista, es también demostrablemente el tipo del esteta. Se consubstancia con el tipo del que se aparta. En esto, cuando más no fuese, reside el interés del caso y de su análisis.

Nace el ideal de nuestro convencimiento de la imperfección de la vida: consiste en la idea de perfección que derivamos, por contraste, de la manera en que concebimos esa imperfección. Ahora bien, es de tres maneras que podemos tener cualquier cosa, y por lo tanto la vida, por imperfecta. Un ejemplo, como siempre, lo dirá, primero, mejor que una definición.

Supóngase que tengo una oficina, sin uso posible de energía eléctrica, y que necesito para ella un motor de determinada fuerza. Un fabricante me ofrece un motor exactamente del tipo y de la fuerza que necesito, pero de estructura defectuosa; rechazo ese motor por imperfecto. Otro fabricante me ofrece un motor del tipo que preciso y de buena estructura, pero de mitad de la fuerza; rechazo ese motor por insuficiente. Un tercer fabricante me ofrece un motor de la fuerza que necesito y de buena estructura, pero eléctrico; rechazo ese motor por errado. Cada uno de los tres motores es imperfecto para el fin que yo lo destinaría; pero cada uno lo es a su manera, y en cada caso la imperfección se nota por una comparación. En el primer caso, la noción de imperfección resulta de comparar el motor con él mismo, pues el mismo motor serviría si fuese perfecto; en el segundo caso, de compararlo con un motor semejante pero superior, esto es, diferente dentro de la semejanza; en el tercer caso, de compararlo con un motor enteramente diferente.

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Por el primero de los tres criterios, aplicándolo al conjunto de la vida, la tendremos por imperfecta por comparación con ella misma, falla en aquello mismo por que se define, no es aquello mismo que por naturaleza debería ser. Todo cuerpo es imperfecto porque, siendo cuerpo, no es perfecto como cuerpo; toda vida imperfecta porque, durando por esencia, no dura siempre, y durar siempre sería la perfección de durar; toda comprensión imperfecta porque, cuanto más se expande, en mayores fronteras confina con lo incomprensible que la cerca. De esta crítica de lo real, si la hacemos, sacaremos, por contraste, nuestra noción de ideal. Quisiéramos que aquél cuerpo, sin dejar de ser aquel cuerpo, lo fuese con perfección. Quisiéramos que aquella juventud, sin ser otra especie de juventud, durase así tal cual es; que aquel placer, sin parar ni ser otro, tuviese por eterno el momento en que es un placer que pasa. Quisiéramos que aquella comprensión sin precisar de más vuelo para comprender, abarcase, en un solo gran abrir de alas, el espacio inteligible de todo. Quisiéramos, en suma, no una vida perfecta, sino la perfección de la vida. Pero la perfección de una cosa en sí misma resulta de su absoluta identificación con su propia sustancia: con su materia, si la sustancia es material; con su forma, si la sustancia es formal; con su fin, si su sustancia es tener un fin. Este perfecto ajuste, que cuando es interno se llama equilibrio, se llama, cuando es externo, armonía. Conviene, entonces, al ideal, que en él se fundamente, el nombre de ideal armónico. Como, sin embargo, fueron los griegos no sólo quienes lo crearon, sino quienes más íntimamente lo encarnaron, y como era el dios Febo, o Apolo, quien para ellos lo figuraba en la vida (pues en la inteligencia lo figuraba Atenea), llamaremos a este ideal, ideal apolíneo.

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Por el segundo de los tres criterios, aplicándolo de igual modo, tendremos la vida por imperfecta por compararla con una vida mayor; por no ser, aun siendo vida, vida bastante. El concepto aquí es doble: podemos querer más vida en cantidad, o más vida en calidad: esta vida multiplicada o esta vida superada; excedida o transcendida. En el primer concepto la vida es poca; en el segundo concepto la vida es poco. Por el primer concepto, nos será ideal la vida en alguna expansión, violenta o desvariada, en que, sin olvidarse de sí, se exceda. Por el segundo concepto, nos será ideal una vida que transcienda a esta en calidad, y que, por eso mismo, en naturaleza se le oponga. Al primer ideal, porque es de la embriaguez de la vida, lo llamaremos dionisíaco; al segundo, porque es de su trascendencia, lo llamaremos cristiano.

Los dos ideales, que nacen de estos dos conceptos, son en sustancia el mismo ideal; son productos del mismo criterio, efecto de la misma causa. Uno es cuantitativo, el otro cualitativo; pero calidad y cantidad, en la misma materia, son solamente dos aspectos de ella, como los aspectos cóncavo y convexo de la misma superficie curva. Cuando el agua pasa, en temperatura, de 99 a 100 grados centígrados se convierte en vapor: mudó de cantidad en temperatura, mudó de calidad en estado, el fenómeno fue uno solo. Pero estos dos ideales son idénticos, no sólo por su igual origen, sino también por el modo igual en que se diferencian del ideal apolíneo. Aquél es armónico y natural; éstos, inarmónicos y místicos. Aquél asienta en la aceptación de la vida; éstos, de un modo y de otro, en la común negación de ella. Baco y Cristo son, por lo demás, en cierto grado del entendimiento oculto, dos formas del mismo dios. «Cristo-Báquico», dice la inscripción debajo de la figura crucificada en la joya antigua del Museo de Berlín. Idénticos en la materia, estos dos ideales son no obstante, no sólo diferentes, sino opuestos, en la forma; son, repitiendo la imagen y el ejemplo, como aspectos opuestos, el cóncavo y el convexo, de la misma superficie curva; como Baco y Cristo en el orden externo. Para el dionisíaco la vida es simplemente estrecha; para el cristiano la vida es vil. Para uno es una jaula, de la que hay que huir para los campos, que no son más suyos que la jaula; para el otro un hospedaje, sucio y ajeno, donde espera tener que estar poco, para volver a la casa que es suya. Para el dionisíaco, dijimos, la vida es simplemente estrecha. Todo cuerpo es imperfecto porque es un solo cuerpo, y no todos; toda alma imperfecta porque es una sola alma, y no el conjunto de almas o el alma universal del mundo. ¡No podemos pensar todo, sentir todo, ser todo! ¡No existe una emoción que pueda ser todas las emociones, o que, al menos, por su intensidad, valga por todas, aunque nos enloquezca! Y así pensando, así sintiendo, el dionisíaco forma uno de dos ideales, conforme lo oriente su índole; o vivir, con el máximo de intensidad, el máximo posible de vida; o, refugiándose en el sueño, vivirla allí total, aunque ficticia. Sí, porque el soñador, si hace consistir la vida en el sueño, no es más que un dionisíaco subjetivo. Y esta forma del ideal dionisíaco está ya, por la subjetividad, a medio camino del ideal místico, que es el verdadero ideal cristiano. ¿Qué es, por lo demás, la meditación del místico –visto que no es raciocinio– sino un sueño que olvidó el nombre? Para el cristiano, dijimos, la vida es vil. El símbolo de esta vida es el cuerpo, visto que es aquello en que somos de esta vida. ¿Y qué es el cuerpo? Una cosa que se ensucia, que se rasga, que envejece; una cosa que, cuando, por la muerte, queda a solas, asume inmediatamente el máximo de vileza, que es la pudrición. Todo cuanto en él vale, como la belleza, vale sólo por el alma que lo anima; cesando ésta en él, todo eso en él cesa. Sólo el alma, pues, que, por ser incorpórea, podemos considerar un cuerpo infinito, y, por infinito, eterno y perfecto, sólo ella, y Dios que la creó, y a quien ella se asemeja, son la verdad y la vida. La esencia de este ideal es ser espiritualista; lo debemos, expresado, a Platón, en cuya doctrina se filia todo espiritualismo. Sin embargo, como es aquel platonismo judaizado a que llamamos cristianismo el que con más clara plenitud encarna, mística y ascéticamente, el espiritualismo, llamamos a este ideal, ideal cristiano.

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Por el último de los tres criterios, aplicándolo como aplicamos los otros, tendremos la vida por imperfecta por compararla con una vida, la verdadera, entera, substancialmente, diferente de ella. Esta vida será un error, será vil, pero vil, no tanto con la vileza de lo que es vil, como con la vileza de lo que es falso. Pero como lo que hay de entera, de substancialmente diferente de la vida es aquello que llamamos muerte, tenemos que, por este criterio, o bien no hay sino muerte, y la misma vida es muerte, o bien lo que llamamos muerte es la verdadera vida.

Si sólo hay muerte, la vida es vida sólo por apariencia; no es más que muerte falsificada, fuego fatuo que se eleva sobre la pudrición nata del universo. Todo es nada, Nada es todo: sólo Caos es Dios y la Vida es su profeta. El ideal que de aquí resulta es no haber ideal posible, pues es no haber nada posible. Y porque el Caos define bien el alma de este criterio, llamaremos al ideal, o negación de ideal, que de él resulta, ideal caótico.

Sin embargo, si aquello que llamamos muerte, o sea la negación de la vida, es lo que verdaderamente es la vida, entonces tendremos por ideal una vida que es la negación de esta; no como en el ideal cristiano, o en el dionisíaco, por ser otra vida o más vida, sino por ser vida ninguna. El error, la imperfección, es, no esta vida, sino la vida misma. La no-vida será pues nuestro ideal. La muerte, la nada: he ahí el ideal que tendremos. Pero como la muerte o la nada, tomados como negaciones de la vida, son inconcebibles, crearemos una muerte viva, una nada que existe, como ideales. Como esta vida es materia y conciencia, esa otra –la mortal y verdadera– será espíritu e inconsciencia; como esta está formada de cosas separadas –cuerpos, formas, seres–, aquella estará formada de una unidad sin nada, donde todo, anulándose, se funda. Y como esto es lo que está típicamente expresado en el Nirvana de los budistas, llamaremos a este ideal, ideal búdico.

Se desprende de todo cuanto quedó dicho que un ideal es simplemente una filosofía de la vida, tomando la palabra filosofía como comprendiendo, puesto que naturalmente comprende, una metafísica, una ética y una estética. No todos los hombres, sin embargo, forman de igual modo su filosofía de la vida.

El hombre es un animal incoherente, y es incoherente porque es doble. Tiene una vida de sentidos, que lo liga por procesos que van desde la percepción hasta la vida social, al mundo, inhumano y humano, que lo rodea; tiene una vida de inteligencia, que lo cierra en sí mismo, y así lo separa de ese mundo. En el hombre en que la vida de la inteligencia es apagada, la filosofía de la vida viene de los sentidos y de los influjos externos: su ideal será aquel que unos y otros le impusieren. Ese hombre, que es el hombre vulgar, se aproxima a los animales por la unidad de su ser, hija legítima de la inconsciencia. Pero desde que en el hombre despierta y vive el pensamiento abstracto, se formó en él una dualidad. No puede hurtarse a la vida de los sentidos; no puede negarse la vida de la razón.

Si es dos en su vida como hombre, el hombre es, con todo, uno en su ser como animal. Cuando, pues, como verdadero hombre, siente la dualidad, su tendencia, como verdadero animal, es anularla o resolverla, esto es, establecer en sí una nueva unidad, que, visto que es hombre, deberá ser una unidad superior.

O la establece, aparente o realmente, o no la consigue establecer. Puede establecerla, o suponer que la establece, haciendo de su vida intelectual un simple reflejo o interpretación de su vida sensual, de su ideal un reflejo o interpretación de su temperamento, con todo cuanto, de sensual o de social, lo forma y en él se contiene. Este proceso es el proceso filosófico: una filosofía no es más que la transmutación de un temperamento en interpretación del universo, la historia intelectual de una predisposición. Puede establecerla, o suponer que la establece, haciendo de su temperamento un esclavo de su ideal, esto es, compeliendo ese temperamento a una regla de la inteligencia. Ese proceso es el proceso religioso: una religión no es más que una subordinación de los sentidos a una regla suprasensual, sea que la simbolice el Cristo Crucificado de las Iglesias o el Compás y la Escuadra de la Masonería.

El primero de esos hombres superiores, el filósofo, es el que vulgarmente llaman sabio, no en el sentido de saber por saber, sino de saber por pensar. El segundo de esos hombres superiores es el que vulgarmente llaman santo, del que el llamado héroe es el grado inferior, el estado animal, puesto que el héroe es el santo inconsciente y episódico, en quien la aureola es del sol externo que ilumina, y no del sol interno que vivifica. Hay, sin embargo, un tercer tipo de hombre superior: el que no resuelve la dualidad que lo constituye superior; ese tercer hombre superior es el artista. Dijimos bien y mal. El artista no resuelve la dualidad en unidad; la resuelve, sin embargo, en equilibrio. Ser artista proviene de tener en igual desenvolvimiento la atención que está dirigida al mundo y la vida, y la atención que está dirigida a la inteligencia; de ser solicitado igualmente por la materia y por el espíritu; de dar, del fondo de la vida y de la razón, a César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. La igual atención a la materia y al espíritu hace que, instintivamente, cada cosa material sea pensada como espiritual, cada cosa espiritual como material: siendo las dos atenciones iguales en fuerza y existentes en la misma alma, sus objetos se interpenetran, se confunden, y cada uno asume la naturaleza del otro. Ahora bien, una cosa material pensada como espiritual es una cosa material considerada en su belleza, pues la belleza es lo que la materia tiene de inmaterial en sí misma. Y una cosa espiritual pensada como material es esa misma cosa al revés: un producto del espíritu entregado al mundo externo como belleza. A esa cosa la llamamos obra de arte, y artista a aquel que la crea.

El artista es la forma más alta del hombre superior. El santo es del tipo de los Ángeles, cuyo menester es creer; el sabio es del tipo de los Arcángeles, cuyo menester es comprender; pero el artista es del tipo de los Dioses, cuyo menester es crear.

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Por su misma naturaleza, es el ideal apolíneo el ideal artístico, esto es, el único ideal cuya natural manifestación es la obra de arte.

Vimos que el artista es por naturaleza un espíritu superior en quien la solución de la dualidad se hace por equilibrio, esto es, por armonía. El ideal apolíneo es el único ideal armónico. Armónico, por lo demás, le llamamos antes que acuñásemos apolíneo. Pero no es sólo por esta coincidencia íntima que el ideal apolíneo es el ideal artístico; hay otra y más notable razón.

Hacer arte es hacer el mundo más bello, porque la obra de arte, una vez hecha, constituye belleza objetiva, belleza añadida a la que hay en el mundo. Hacer arte es aumentar la vida, porque es aumentar la comprensión o la conciencia, de ella. Para que esta actividad inspire y preocupe, es necesario que quien la practica tenga, consciente o inconscientemente, un ideal basado en el mundo y en la vida, surgiendo de la comparación de ellos con ellos mismos, como si no hubiese nada más con que compararlos.

Un dionisíaco, si lo fuera de veras, quiere vivir o soñar, y no hacer arte: todo cuanto se da al arte, se roba a la vida o al sueño. Un cristiano, si lo fuera de veras, tampoco piensa en hacer arte: ¿para qué desviar de la contemplación de Dios y de la salvación del alma aunque sea un minuto de su tiempo, para con su empleo ir a aumentar las huestes que son de la vileza y el pecado? El caótico, si lo fuera de veras, hará una sola cosa: suicidarse en el momento en que conciba, en plenitud y sinceridad, su ideal nocturno. Y al budista, si lo fuera de veras, nada importa sino lo que sea repudio, místico y ascético, de la vida, inmersión del ser en el abismo divino, muerte viva, que es la única realidad. ¿Qué tiene el caótico que agregar al mundo, si el mundo es nada? ¿Qué quiere el budista agregarle si el mundo es ilusión?

Todo artista es pues, como tal, un expositor involuntario del ideal apolíneo. Lo es con aquella vida de sentidos de que se forma su temperamento; puede ser otra cosa, seguir otro ideal, con la vida de su inteligencia. Puede servirse de la Poesía, como Dante, para exponer un ideal cristiano; como Whitman, para exponer un ideal dionisíaco; como Omar Khyayam o Swinburne para exponer un ideal caótico, expresándolo en el vino, como el primero, en el sueño, como el segundo. La ofrenda, cualquiera sea el dios a que se destine, la lleva él siempre, sonámbulo, al templo de Apolo. Los pasos con que quería ir, consciente, a Jerusalén o a la Nada, lo conducen, inconsciente, a Timbra o a Delfos.

Esto significa que la dualidad, que aparentemente se resolviera por el equilibrio, nunca, finalmente, se resolvió. Resolver es inclinarse, y el equilibrio es no haber inclinación. El artista quedó entre el filósofo y el santo, fusión de los dos y negación de ambos: como el filósofo piensa, pero no tiene opiniones; como el santo, se dedica, pero no sabe a qué. Lo prueban de dos modos opuestos los dos mayores poetas del mundo: en Homero no hay filosofía ni creencia; en Shakespeare existen todas.

Hay, sin embargo, un tipo de artista en el que la dualidad automáticamente se resuelve: existe en tal forma que a sí misma se niega. Es el caso del artista que tenga, como hombre, el ideal apolíneo, que es el mismo que tiene como artista. Como hombre, hace consistir todo en la objetividad; como artista, hace consistir todo en la creación de formas objetivas. La armonía en él es, pues, perfecta; no es ya, sin embargo, la armonía del equilibrio, sino de la identificación.

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El ideal, dijimos, proviene de nuestro convencimiento de la imperfección de la vida; consiste en el criterio de perfección que oponemos a esa imperfección. Para el dionisíaco, que halla la vida poca, el ideal está en más vida o en toda vida; la perfección para él consiste en la intensidad, en la fuerza, si fuera objetivista; en el sueño, si fuera subjetivista. Para el cristiano, que halla la vida poco, el ideal está en la vida, pero otra vida; la perfección para él consistirá en la espiritualidad. Para el caótico, que halla la vida nada, el ideal está en no existir; la perfección para él consistirá en la inconsciencia. Para el budista, que halla la vida ilusión, el ideal está en el abandono de la vida; la perfección para él consistirá en la renuncia.

Pero para el apolíneo, que halla la vida simplemente imperfecta, el ideal está en la misma vida, más perfecta. Pero, como la vida es por naturaleza imperfecta, ese ideal se reduce a una vida lo menos imperfecta posible.

La vida se compone de contemplación y acción. En todos los hombres hay un elemento contemplativo y un elemento activo: en unos, sin embargo, predomina el elemento activo, y son estos el mayor número; en otros, el elemento contemplativo, y son estos el menor; en otros todavía, los dos elementos se equilibran, y estos, que en número están entre los otros dos, están entre ellos también en índole.

Para el hombre de tipo activo, una vida lo menos imperfecta posible se reduce a una vida lo menos imperfecta posible en aquello que es acción, visto que para ese hombre la vida es esencialmente acción. La acción, humanamente entendida, consiste principalmente en las relaciones entre los hombres y en la actitud de cada hombre para con la vida. A algunas de estas actitudes se las llama «el deber». El ideal que nace de aquí es pues el ideal moral, entendiéndose por ideal moral un ideal de deber, o de virtud, en que no se incluye elemento alguno que no sea de esta vida, como sería, por ejemplo, el de recompensa o castigo en una vida subsiguiente. Si así fuese, estaríamos fuera del ideal apolíneo. El ideal moral preocupó extensamente a los griegos antiguos, que formaron de él diversos tipos, incluyendo algunos, como el hedonístico, al que nosotros hoy, dando a la palabra moral un sentido restringido y cristiano, dudaríamos en aplicar esa palabra. Al ideal moral hasta podríamos llamarlo ideal socrático, en homenaje a aquel griego sublime que más, y más profundamente, se preocupó de él.

Para el hombre de tipo mixto, la vida menos imperfecta posible será aquella que funda lo que hay de menos imperfecto en la acción con lo que hay de menos imperfecto en la contemplación, sirviéndose de cada uno de esos elementos para corregir el otro. Del primer elemento emerge como ideal, como vimos, el deber; del segundo emerge como ideal, como veremos, la belleza. Alguna cosa en la que se fundan el deber y la belleza será pues el ideal para este tipo de apolíneo. Esa cosa es la gloria, conforme los griegos la entendían: el cumplimiento esplendoroso del deber. A este ideal bien podemos llamarlo ideal heroico. Era el ideal de casi todos los griegos, pues era el ideal armónico dentro del ideal armónico. Una gloria inmortal sería, para un griego antiguo, algo contradictorio e incomprensible.

Para el hombre de tipo contemplativo, la vida menos imperfecta posible será aquella, simplemente, que más perfecta se nos presente, que más perfectamente veamos; pues, excluido todo elemento de acción, todo, desde la piedra al hombre, pasa a ser tan sólo «mundo externo». Pero la única cosa que, en el mundo externo, recuerda la perfección, o se aproxima a ella, es aquello a que llamamos belleza. Para el apolíneo contemplativo el ideal consistirá, pues, no en la contemplación en general, sino en la contemplación particular de la belleza. Nada importa la moral o el deber, pues son acción; poco importa la gloria, pues contiene acción; la belleza basta. A este ideal compete, pues, naturalmente, el nombre de ideal estético.

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Los antiguos griegos fueron, puesto que se revelaron, los naturales apolíneos; en ellos encarnaron los tres ideales apolíneos en simplicidad y perfección. Nunca, como entre ellos, existió el amor al deber humano, sin otra preocupación que no fuera la humana. Nunca, como entre ellos, existió el amor a la gloria y al heroísmo, pero, al heroísmo por gloria, y no al heroísmo por martirio. Nunca, como entre ellos, existió el amor a la belleza, sin moral ni uso, sólo por ser belleza.

Un socrático, un heroico o un esteta, tenía, nacido que fuese en la Grecia antigua, el ambiente propicio a la realización de su ideal; tanto, es claro, cuanto un ideal se puede realizar. El ideal íntimo se ajustaba al ideal social. Y así el hombre era un individuo verdadero, y no, como la mayoría de nosotros hoy, un individuo amateur. De ahí la extraordinaria perfección cívica y moral de la vida griega, que sólo consideraremos inmoral, en ciertos aspectos, si la evaluáramos por criterios morales diferentes, esto es, si no la supiéramos evaluar. De ahí la extraordinaria plenitud heroica y gloriosa de Grecia, en la guerra como en los juegos, en el arte como en la vida. De ahí la extraordinaria atención de los griegos a la belleza, que exigían, y por eso ponían, no, como nosotros, aquí y allí y de vez en cuando, y como superfluidad y sobremesa, sino en todo y siempre, y como necesidad o alimento.

Así, un esteta, propiamente dicho, nacido en la Grecia antigua, abría los ojos y veía en todo la belleza que deseaba. Permanecía quien era, se quedaba, contemplaba y así vivía. Supongamos, sin embargo, un temperamento de esteta, nacido, no sabemos porque misterios de la herencia o de la reencarnación, en un tiempo como el nuestro. Pasaron sobre los tiempos de la Hélade dos mil años de civilizaciones diferentes: el ideal apolíneo dejó de existir, excepto en los artistas, en quienes es nato; siglos y siglos de barbarie, de cristianismo y de universalidad frustrada turbaron la claridad de la vista, soterraron el mundo externo, escondieron la belleza, como la Palabra del Maestro, bajo el noveno arco de la ilusión. Frente a un mundo externo así confuso y oscuro, el esteta, amante de la luz que es de Apolo, tendrá un sentimiento: el de revuelta. Reaccionará, y la reacción es una acción. Pasará de contemplativo a activo, de esteta a artista. Gritará lo que habría callado, cantará lo que preferiría oír.

Es este el caso especial de António Botto.

Para la demostración completa de lo que nos propusimos demostrar falta solamente que probemos que António Botto es el tipo exacto del esteta, en el sentido, cada vez más preciso, que venimos dando a esta palabra a través de los raciocinios que nos condujeron a su alma. No tenemos que probar que António Botto nació en nuestro tiempo, pues aquí está; ni que es artista, pues lo es sin que lo probemos. Y hay que destacar que, para el caso de nuestra demostración, nada importa lo que él valga como artista. Por nuestra parte, juzgamos que es un artista admirable, lo decimos, sin embargo, sólo para que se sepa que lo pensamos. Podría no ser un artista admirable, y la línea de demostración no sufriría desvío. Es un artista, nació en nuestro tiempo; falta probar cuál el tipo exacto de esteta, tal cual lo definimos. Es lo que vamos a probar.

Vimos que el esteta es el hombre que ama la belleza contemplativamente, esto es, sin admitir en ella elemento alguno de acción; y esto quiere decir, como también vimos, que el ideal estético excluye el ideal moral, puesto que el ideal moral es el que nace de la acción. Ahora bien, el ideal moral comprende tres grados, o niveles: la moral instintiva o animal; la moral social; la moral intelectual. La moral animal se cierra dentro de dos instintos: el instinto de conservación y el instinto de reproducción; el amor a la vida, y el amor al sexo opuesto. La moral social se resume en la noción de deber. La moral intelectual se concentra en la idea de Bien. Será esteta, pues, aquel cuyo ideal de belleza se revele libre de la atracción de la vida o del sexo opuesto, de cualquier noción de deber, de cualquier idea de Bien. Libre, sin embargo, no quiere decir opuesto, puesto que el ideal estético, que es un ideal apolíneo, no es un ideal de negación, sino de armonía. El esteta ama la belleza donde quiera que la vea, sin restricción moral: en la vida como en la no-vida, en el sexo opuesto como en el propio; en el deber como en la falta a él, si en su falta hubiera belleza; en el Bien como en el Mal, si el Mal fuera, como Lucifer, la Estrella de la Mañana.

La obra de António Botto se ajusta geométricamente a todo cuanto sería, por lo que dijimos, de esperar de la obra de un esteta. Canta la vida, pero en las mismas palabras en que la canta, la reniega; lo que siente en ella de bello es lo que de ella se pierde. Canta, indiferentemente, el cuerpo femenino y el masculino; ¿si cualquiera de ellos es bello, qué es, para el esteta, lo que los distingue? Lo animan, como poeta y artista, los héroes y los criminales, siempre que el mismo sol los dore bellos. Para él –como, por lo demás, para el Evangelio– cae igual la belleza de la lluvia sobre el campo del justo y del injusto. No citaremos un verso, ni haremos un extracto, en apoyo de lo que decimos: citamos la obra entera del artista, pues ni una línea de ella nos desmiente.

Esta demostración está completa. Pero antes de que la cerremos hay un punto que deseamos, no demostrar, sino esclarecer. La estupidez psicológica eligió, desde hace mucho, para escándalo postizo el modo en que António Botto acentúa su afecto a la belleza masculina. Quien haya leído con atención este estudio no precisa de esclarecimiento, puesto que la demostración ya lo contiene. Muchos, sin embargo, precisan que lo explicado se les explique. Son para ellos estas últimas líneas.

El esteta que es artista lo es, conforme lo demostramos, en virtud de una reacción contra el ambiente hostil que no le permite ser sólo esteta. En esa reacción sobresalen, como es natural, aquellos elementos del ideal estético que más puedan herir ese ambiente. Toda buena defensa es una contraofensiva. La noción de la belleza masculina es, de todos los elementos del ideal estético, aquel que más puede servir de arma contra la opresión de nuestro ambiente; de ahí que António Botto se sirva de ella con una constancia y una persistencia que no hay sólo que comprender, sino que alabar. António Botto es un esteta griego nacido en un lejano exilio. Ama la Patria perdida con la devoción violenta de quien no podrá volver a ella. De ahí lo que en su obra hay de extranjero, de saudoso y de triste. Es como, en las noches sin luna, aquel brillo tenue, venido del cielo, no se sabe de dónde, que toca de plata negra la soledad inquieta del mar.

Fernando Pessoa


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