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El caso mental portugués

Publicado en Fama, Nº 1, Lisboa, 30/11/1932

Si fuese preciso usar una sola palabra para con ella definir el estado presente de la mentalidad portuguesa, la palabra sería “provincianismo”. Como todas las definiciones simples, esta, que es muy simple, precisa, después de hecha, de una explicación compleja.

Daré esa explicación en dos tiempos: diré, primero, a qué se aplica, esto es, lo que verdaderamente se entiende por mentalidad de cualquier país, y por tanto de Portugal; diré, después, en qué modo se aplica a esa mentalidad.

Por mentalidad de cualquier país se entiende, sin duda, la mentalidad de las tres clases, orgánicamente distintas, que constituyen su vida mental: la clase baja, a la que es uso llamar pueblo; la clase media, a la que no es uso llamar nada, excepto, en este caso por engaño, burguesía; y la clase alta, que vulgarmente se designa por escol, o, traducido para mejor comprensión del extranjero, elite.

Lo que caracteriza a la primera clase mental es, aquí y en todas partes, la incapacidad de pensar. El pueblo, sepa o no leer, es incapaz de criticar lo que lee o lo que le dicen. Sus ideas no son actos críticos, sino actos de fe o de incredulidad, lo que no implica que sean siempre erradas. Por naturaleza, el pueblo forma un bloque, donde no hay mentalmente individuos; y el pensamiento es siempre individual.


Lo que caracteriza a la segunda clase, que no es la burguesía, es la capacidad de pensar, pero sin ideas propias; de criticar, pero con ideas de otros. En la clase media mental, el individuo, que existe ya mentalmente, sabe escoger –por ideas y no por instinto– entre dos ideas o doctrinas que le presenten; no sabe, sin embargo, contraponer ambas a una tercera, que sea propia. Cuando aquí y allá, éste o aquél, llega a una opinión media entre dos doctrinas, eso no representa un cuidado critico, sino una hesitación mental.

Lo que caracteriza a la tercera clase, el escol, como es evidente por contraste con las otras dos, es la capacidad de criticar con ideas propias. Importa, sin embargo, notar que esas ideas propias pueden no ser fundamentales. El individuo del escol puede, por ejemplo, aceptar enteramente una doctrina ajena; la acepta, sin embargo, críticamente, y, cuando la defiende, la defiende con argumentos suyos –los que lo llevaron a aceptarla– y no, como hará el intelectual de la clase media, con los argumentos originales de los creadores o expositores de esas doctrinas.

Esta división en clases mentales, aunque coincida en parte con la división en clases sociales –económicas u otras– no se ajusta exactamente a ella. Mucha gente de las aristocracias de historia y de dinero pertenece mentalmente al pueblo. Muchos obreros, sobre todo de las ciudades, pertenecen a la clase media mental. Un hombre de genio o de talento, aunque nacido de campesinos, pertenece de nacimiento al escol.

Entonces, cuando digo que la palabra “provincianismo” define, sin otra que la condicione, el estado mental presente del pueblo portugués, digo que esa palabra “provincianismo”, que más adelante definiré, define la mentalidad del pueblo portugués en cualquiera de las tres clases que lo componen. Como, sin embargo, la primera y la segunda clases mentales no pueden por naturaleza ser superiores al escol, basta que pruebe el provincianismo de nuestro escol presente, para que quede probado el provincianismo mental de la generalidad de la nación.

Los hombres, desde que entre ellos se levantó la ilusión o la realidad llamada civilización, pasaron a vivir con relación a ella de una de tres maneras, que definiré por símbolos, diciendo que viven como campesinos, como provincianos o como citadinos. No se olvide que trato de estados mentales y no geográficos, y que por lo tanto el campesino o el provinciano pueden haber vivido siempre en la ciudad, y el citadino siempre en lo que le es natural destierro.

Pues la civilización consiste simplemente en la substitución de lo natural por lo artificial en el uso y en las cosas corrientes de la vida. Todo cuanto constituye la civilización, por más natural que hoy nos parezca, son artificios: el transporte sobre ruedas, el discurso dispuesto en verso escrito, olvidan la naturalidad original de los pies y de la prosa hablada.

La artificialidad, no obstante, es de dos tipos. Está aquella, acumulada a través de las eras, y que, teniéndola ya encontrada cuando nacemos, hallamos natural; y está aquella que todos los días se va añadiendo a la primera. A esta segunda es uso llamarle “progreso” y decir que es “moderno” lo que viene de ella. Luego, el campesino, el provinciano y el citadino se diferencian entre sí por sus diferentes reacciones a esta segunda artificialidad.

El que llamé campesino siente violentamente la artificialidad del progreso; por eso se siente mal en él y con él, e íntimamente lo detesta. Incluso de las conveniencias y de las comodidades del progreso se sirve con molestia, al punto de, a veces, y en perjuicio propio, rehusarse a servirse de ellas. Es el hombre de los “buenos tiempos”, entendiéndose por eso los de su juventud, si ya es viejo, o los de la juventud de los bisabuelos, si es simplemente un niño.

En el polo opuesto, el citadino no siente la artificialidad del progreso. Para él es como si fuese natural. Se sirve de lo que es de él, por tanto, sin constreñimiento ni aprecio. Por eso no lo ama ni lo desama: le es indiferente. Ha vivido siempre (física o mentalmente) en grandes ciudades; vio nacer, cambiar y pasar las modas y la novedad de las invenciones; son pues para él aspectos corrientes, y por eso incoloros, de una cosa continuamente ya sabida, como las personas con las que convivimos, que aunque de día en día sean realmente diversas, son todavía para nosotros idealmente siempre las mismas.

Situado mentalmente entre los dos, el provinciano siente, sí, la artificialidad del progreso, pero por eso mismo lo ama. Para su espíritu despierto, pero incompletamente despierto, lo artificial nuevo, que es el progreso, es atrayente como novedad, pero aún sentido como artificial. Y, porque es sentido simultáneamente como artificial y como atrayente, es por artificial que es amado. El amor a las grandes ciudades, a las nuevas modas, a las “últimas novedades”, es el carácter distintivo del provinciano.

Si de aquí se concluye que la gran mayoría de la humanidad civilizada está compuesta de provincianos, se habrá concluido bien, porque así es. En las naciones verdaderamente civilizadas, el escol escapa, sin embargo, en gran parte, y por su misma naturaleza, al provincianismo. La tragedia mental del Portugal actual es que, como veremos, nuestro escol es estructuralmente provinciano.

No se establezca, pues sería error, analogía, por yuxtaposición, entre las dos clasificaciones que se hicieran, de clases y tipos mentales. La primera, de sociología estática, define estados mentales en sí mismos; la segunda, de sociología dinámica, define estados de adaptación mental al ambiente. Hay gente del pueblo mental que es citadina en sus relaciones con la civilización. Hay gente del escol, y del mejor escol –hombres de genio y de talento– que es campesina en esas relaciones.

Por las características indicadas como las del provinciano, inmediatamente se verifica que su mentalidad tiene una semejanza perfecta con la del niño. La reacción del provinciano a sus artificialidades, que son las novedades sociales, es igual a la del niño a las suyas, que son los juguetes. Ambos las aman espontáneamente, y porque son artificiales.

Ahora bien, lo que distingue la mentalidad del niño es, en la inteligencia, el espíritu de imitación; en la emoción, la vivacidad pobre; en la voluntad, la impulsividad incoordinada. Son estas, por tanto, las características que hallaremos en el provinciano; fruto, en el niño, de la falta de desarrollo civilizacional y, de esta suerte, ambos efectos de la misma causa: la falta de desarrollo. El niño es, como el provinciano, un espíritu despierto, pero incompletamente despierto.

Son estas las características que distinguirán al provinciano del campesino y del citadino. En el campesino, semejante al animal, la imitación existe, pero en la superficie, y no, como en el niño y en el provinciano, venida del fondo del alma; la emoción es pobre, por ende no es vivaz, pues es concentrada y no dispersa; la voluntad, si de hecho es impulsiva, tiene, con todo, la coordinación cerrada del instinto, que sustituye en la práctica, salvo en materia compleja, a la coordinación abierta de la razón. En el citadino, semejante al hombre adulto, no hay imitación, sino aprovechamiento de los ejemplos ajenos, y a eso se llama experiencia, cuando se trata de la práctica, y cultura, cuando se trata de la teoría; la emoción, aun cuando no sea vivaz, es, con todo, rica, por compleja, y es compleja por ser complejo quien la tendrá; la voluntad, hija de la inteligencia y no del impulso, es coordinada, tanto que, aun cuando fallezca, fallece coordinadamente, en propósitos frustrados pero idealmente sistematizados.

Recorramos, mirando sin anteojos de cualquier aumento o color, el paisaje que nos ofrecen las producciones e improducciones de nuestro escol. En ellas verificaremos, pormenor a pormenor, aquellas características que vimos como distintivas del provinciano.

Comencemos por no dejar de ver que el escol se compone de dos clases: los hombres de inteligencia, que forman su mayoría, y los hombres de genio y talento, que forman su minoría, el escol del escol, por así decir. A los primeros les exigimos espíritu crítico; a los segundos les exigimos originalidad, que es, en cierto modo, un espíritu crítico involuntario. Hagamos pues incidir el análisis que nos propusimos hacer, primero sobre el pequeño escol, que son los hombres de genio y talento, después sobre el gran escol.

Tenemos, es cierto, algunos escritores y artistas que son hombres de talento; si alguno de ellos es de genio, no sabemos, ni para el caso importa. En ellos, evidentemente, no se puede revelar en absoluto el espíritu de imitación, pues eso comportaría la ausencia de originalidad, y ésta la ausencia de talento. Esos nuestros escritores y artistas son, por ende, originales una sola vez, que es lo inevitable. Después de eso, no evolucionan, no crecen; fijado ese primer momento, viven parásitos de sí mismos, plagiándose indefinidamente. A tal punto esto es así, que no hay, por ejemplo, poeta nuestro del presente –de los célebres, por lo menos– que no quede completamente leído cuando es incompletamente leído, en que la parte no sea igual al todo. Y si en uno o en otro se nota, en cierta altura, lo que parece ser una modificación de su “manera”, el análisis revelará que la modificación fue regresiva: el poeta o perdió la originalidad y así se hizo diferente por el simple proceso de hacerse inferior, o decidió comenzar a imitar a otros por impotencia de progresar desde adentro, o resolvió, por cansancio, atar la carroza de su estro al burro de una doctrina externa, como el catolicismo o el internacionalismo. Describo abstractamente, pero los casos que describo son concretos; no es preciso explicar porque no uno a cada ejemplo el nombre del individuo que lo abastece.

El mismo provincianismo se nota en la esfera de la emoción. La pobreza, la monotonía de la emoción en nuestros hombres de talento literario y artístico, rompe el corazón y martiriza la inteligencia. Emoción viva, sí, como era de esperar, pero siempre la misma, siempre simple, siempre simple emoción, sin el auxilio critico de la inteligencia o de ironía emotiva, la sutileza pasional, la contradicción en el sentimiento: no las encontraréis en ninguno de nuestros poetas emotivos, y son casi todos emotivos. Escriben, en materia de lo que sienten, como escribiría Adán si hubiese dado a la humanidad, más allá del funesto ejemplo ya sabido, el ejemplo, todavía peor, de escribir.

La demostración queda completa cuando conducimos el análisis a la región de la voluntad. Nuestros escritores y artistas son incapaces de meditar una obra antes de hacerla, desconocen lo que sea la coordinación, por la voluntad intelectual, de los elementos suministrados por la emoción, no saben lo que es la disposición de las materias, ignoran que un poema, por ejemplo, no es más que una carne de emoción cubriendo un esqueleto de raciocinio. Ninguna capacidad de atención y concentración, ningún poder de esfuerzo meditado, ninguna facultad de inhibición. Escriben o artistam a gusto de la llamada “inspiración”, que no es más que un impulso complejo del subconsciente que cumple siempre dominar, por una aplicación centrípeta de la voluntad a la transmutación alquímica de la conciencia. Producen como Dios es servido, y Dios queda mal servido. No sé de poeta portugués de hoy que, constructivamente, sea de confianza más allá del soneto.

Ahora, hechos estos reparos analíticos en cuanto al estado mental de nuestros hombres de talento, es inútil alargar este breve estudio, tratando con igual detalle a la mayoría del escol. Si el escol del escol es así, ¿cómo no será el no-escol del escol? Hay, no obstante, una característica común a ambos elementos de nuestra clase mental superior, que une a las dos y unidas las define: es la ausencia de ideas generales y, por lo tanto, del espíritu crítico que deriva de tenerlas. Nuestro escol político no tiene ideas excepto sobre política, y las que tiene sobre política son servilmente plagiadas del extranjero: aceptadas, no porque sean buenas, sino porque son francesas, o italianas, o rusas, o lo que quiera que sea. Nuestro escol literario es todavía peor: ni sobre literatura tiene ideas. Sería trágico, a fuerza de dejar de ser cómico, el resultado de una investigación sobre, por ejemplo, las ideas de nuestros poetas célebres. Ya no digo que se someta a cualquiera de ellos al oprobio de preguntarle qué es la filosofía de Kant o la teoría de la evolución. Bastaría someterlo al oprobio mayor de preguntarle qué es el ritmo.

Fernando Pessoa


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