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El provincianismo portugués

Artículo publicado en Noticias Ilustrado, Nº 9, serie II, Lisboa, 12/9/1928

Si, por uno de aquellos artificios cómodos, por los cuales simplificamos la realidad con el fin de comprenderla, quisiéramos resumir en un síndrome el mal superior portugués, diremos que ese mal consiste en el provincianismo. El hecho es triste, pero no nos es peculiar. De la misma dolencia enferman muchos otros países, que se consideran civilizantes con orgullo y error.

El provincianismo consiste en pertenecer a una civilización sin tomar parte en el desenvolvimiento superior de ella, en seguirla, por lo tanto, miméticamente, con una subordinación inconsciente y feliz.

El síndrome provinciano comprende, por lo menos, tres síntomas flagrantes: el entusiasmo y la admiración por los grandes medios y por las grandes ciudades; el entusiasmo y la admiración por el progreso y la modernidad; y, en la esfera mental superior, la incapacidad de ironía.


Si hay algo característico que inmediatamente distingue al provinciano, es la admiración por los grandes medios. Un parisino no admira París, disfruta de París. ¿Cómo habría de admirar aquello que es parte de él? Nadie se admira a sí mismo, salvo un paranoico con delirios de grandeza. Recuerdo que una vez, en los tiempos de Orpheu, dije a Mário de Sá-Carneiro: “Eres europeo y civilizado, salvo en una cosa, y en esa eres víctima de la educación portuguesa. Admiras París, admiras las grandes ciudades. Si hubieses sido educado en el extranjero, y bajo el influjo de una gran cultura europea, como yo, no te importarían las grandes ciudades. Estarían todas dentro de ti”.

El amor al progreso y a lo moderno es la otra forma del mismo carácter provinciano. Los civilizados crean el progreso, crean la moda, crean la modernidad; por eso no les atribuyen mayor importancia. Nadie atribuye importancia a lo que produce. Quien admira la producción es el que no produce. Dígase incidentalmente: esta es una de las explicaciones del socialismo. Si los creadores de civilización tienen alguna tendencia, es la de no reparar bien en la importancia de lo que crean. El Infante Don Henrique, pese a ser el más sistemático de todos los creadores de civilización, no vio qué prodigio estaba creando: toda la civilización transoceánica moderna, aunque con consecuencias abominables, como la existencia de Estados Unidos. Dante adoraba a Virgilio como un modelo y un guía, nunca soñaría en compararse con él; no hay, sin embargo, nada más cierto que la superioridad de La Divina Comedia sobre la Eneida. El provincianismo, por ende, se asombra de lo que no hizo; y se enorgullece de sentir ese asombro. Si no sintiese así, no sería provinciano.

Es en la incapacidad de ironía donde reside el trazo más profundo del provincianismo mental. Por ironía se entiende, no el decir piadas, como se cree en los cafés y en las redacciones, sino en decir una cosa para decir lo contrario. La esencia de la ironía consiste en que no se puede descubrir el segundo sentido del texto por ninguna palabra suya, deduciéndose pese a ello ese segundo sentido del hecho de ser imposible que el texto diga aquello que dice. Así, el mayor de todos los ironistas, Swift, redactó durante una de las hambrunas en Irlanda, y como sátira brutal hacia Inglaterra, un escrito breve proponiendo una solución para esa hambruna. Propone que los irlandeses se coman a los propios hijos. Examina con gran seriedad el problema, y expone con claridad y ciencia la utilidad de los niños de menos de siete años como buen alimento. Ninguna palabra en esas páginas asombrosas quiebra la absoluta gravedad de la exposición; nadie podría concluir, del texto, que la propuesta no fuese hecha con absoluta seriedad, sino fuese por la circunstancia, exterior al texto, de que una propuesta de esas no podría ser hecha en serio.

La ironía es esto. Para su realización se exige un dominio absoluto de la expresión, producto de una cultura intensa; y aquello a lo que los ingleses llaman detachment: el poder de alejarse de uno mismo, de dividirse en dos, producto de aquel “desenvolvimiento de la amplitud de conciencia” en la que, según el historiador alemán Lamprecht, reside la esencia de la civilización. Para su realización se exige, en otras palabras, justamente no ser provinciano.

El ejemplo más flagrante del provincianismo portugués es Eça de Queirós. Es el ejemplo más flagrante porque fue el escritor portugués que más se preocupó (como todos los provincianos) por ser civilizado. Sus tentativas de ironía aterran no sólo por el grado de falencia, sino también por la inconsciencia de ella. En ese capítulo de “La Reliquia”, Paio Pires hablando francés, es un documento doloroso. Las propias páginas sobre Pacheco, casi civilizadas, son arruinadas por varios lapsus verbales, quebradores de la imperturbabilidad que la ironía exige, y arruinadas por entero en la introducción del desgraciado episodio de la viuda de Pacheco. Compárese Eça de Queirós, no diré ya con Swift, sino, por ejemplo, con Anatole France. Se verá la diferencia entre un periodista, aunque brillante, de Provincia, y un verdadero, si bien limitado, artista.

Para el provincianismo hay sólo una terapéutica: saber que existe. El provincianismo vive de la inconsciencia; de suponernos civilizados cuando no lo somos, de suponernos civilizados precisamente por las cualidades por las que no lo somos. El principio de la cura está en la conciencia de la enfermedad, el de la verdad en el conocimiento del error. Cuando un enfermo sabe que está enfermo, ya no está enfermo. Estamos cerca de despertar, dice Novalis, cuando soñamos que soñamos.

Fernando Pessoa


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