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[Sobre los heterónimos: "en prosa es más difícil otrarse"]

Unas figuras incluyo en cuentos, o en subtítulos de libros, y suscribo con mi nombre lo que ellas dicen; otras las proyecto completamente y no suscribo sino con el decir que las hice. Los tipos de figuras se diferencian del siguiente modo: en las que me distingo por completo, el propio estilo me es ajeno, y, si la figura lo pide, hasta contrario al mío; en las figuras que suscribo no hay diferencia con mi propio estilo, sino en los pormenores inevitables, sin los cuales ellas no se distinguirían entre sí.

Compararé algunas de estas figuras, para mostrar, por el ejemplo, en qué consisten esas diferencias. El ayudante de tenedor de libros Bernardo Soares y el Barão de Teive –ambas figuras míamente ajenas– escriben con la misma sustancia de estilo, la misma gramática y el mismo tipo y forma de propiedad: escriben con el estilo que, bueno o malo, es el mío. Comparo las dos porque son casos de un mismo fenómeno: la inadaptación a la realidad de la vida, y, lo que es más, la inadaptación por los mismos motivos y razones. Pero, mientras que el portugués es igual en el Barão de Teive y en Bernardo Soares, el estilo difiere en que el del hidalgo es intelectual, despojado de imágenes, un poco –¿cómo diré?– áspero y limitado; y el del burgués es fluido, participando de la música y de la pintura, poco arquitectural. El hidalgo piensa claro, escribe claro, y domina sus emociones, si bien no sus sentimientos; el tenedor de libros no domina emociones ni sentimientos, y cuando piensa es subsidiariamente a sentir.

Hay notables semejanzas, a su vez, entre Bernardo Soares y Álvaro de Campos. Pero, desde luego, surge en Álvaro de Campos el descuido del portugués, lo desatado de las imágenes, más íntimo y menos premeditado que el de Soares.

Hay accidentes en mi distinguir unos de otros que pesan como grandes fardos en mi discernimiento espiritual. Distinguir tal composición musicante de Bernardo Soares de una composición de igual tenor que es la mía.

Hay momentos en que lo hago repentinamente, con una perfección de la que me asombro; y me asombro sin inmodestia, porque, no creyendo en ningún fragmento de libertad humana, me asombro de lo que se pasa en mí como me asombraría si sucediera en otros: en dos extraños. Sólo una gran intuición puede ser brújula en los descampados del alma; sólo con un sentido que usa de la inteligencia, pero no se asemeja a ella, aunque en esto con ella se funda, se puede distinguir estas figuras de sueño en su realidad de una a otra.

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En estos desdoblamientos de personalidad o, antes, invenciones de personalidades diferentes, hay dos grados o tipos, que estarán revelados al lector, si los siguió, por características distintas. En el primer grado, la personalidad se distingue por ideas y sentimientos propios, distintos de los míos, así como, en el más bajo nivel de ese grado, se distingue por ideas, puestas en raciocinio o argumento, que no son mías, o, si lo son, no lo conozco. El Banquero Anarquista es un ejemplo de este grado inferior; El Libro del Desasosiego y el personaje Bernardo Soares son el grado superior.

Ha de reparar el lector en que, aunque yo publique (publicase) El Libro del Desasosiego como siendo de un tal Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa, no lo incluí todavía en estas Ficciones del Interludio. Es que Bernardo Soares, distinguiéndose de mí por sus ideas, sus sentimientos, sus modos de ver y de comprender, no se distingue de mí por el estilo de exponer. Doy la personalidad diferente a través del estilo que me es natural, no habiendo más que la distinción inevitable del tono especial que la propia especialidad de las emociones necesariamente proyecta.

En los autores de las Ficciones del Interludio no son sólo las ideas y los sentimientos que se distinguen de los míos: la misma técnica de composición, el propio estilo, es diferente del mío. Ahí cada personaje es creado integralmente diferente, y no sólo diferentemente pensado. Por eso en las Ficciones del Interludio predomina el verso. En prosa es más difícil otrarse.

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Dividió Aristóteles la poesía en lírica, elegíaca, épica y dramática. Como todas las clasificaciones bien pensadas, esta es útil y clara; como todas las clasificaciones, es falsa. Los géneros no se separan con tanta facilidad íntima, y, si analizamos bien aquello de que se componen, verificaremos que de la poesía lírica a la dramática hay una gradación continua. En efecto, y yendo a los mismos orígenes de la poesía dramática –Esquilo por ejemplo- será más cierto decir que encontramos poesía lírica puesta en la boca de diversos personajes.

El primer grado de la poesía lírica es aquel en que el poeta, concentrado en su sentimiento, expresa ese sentimiento. Si él, sin embargo, fuera una criatura de sentimientos variables y diversos, se expresará como una multiplicidad de personajes, unificados solamente por el temperamento y el estilo. Un paso más, en la escala poética, y tenemos el poeta que es una criatura de sentimientos diversos y ficticios, más imaginativo que sentimental, y viviendo cada estado de alma antes por la inteligencia que por la emoción. Este poeta se expresará como una multiplicidad de personajes, unificados, no ya por el temperamento y el estilo, puesto que el temperamento está sustituido por la imaginación, y el sentimiento por la inteligencia, sino tan sólo por el simple estilo. Otro paso, en la misma escala de despersonalización, o sea de imaginación, y tenemos el poeta que en cada uno de sus estados mentales diversos se integra de tal modo en él que se despersonaliza del todo, de suerte que, viviendo analíticamente ese estado de alma, hace de él como la expresión de un otro personaje, y, siendo así, el mismo estilo tiende a variar. Dése el paso final, y tendremos un poeta que sea varios poetas, un poeta dramático escribiendo poesía lírica. Cada grupo de estados de alma más cercanos insensiblemente se volverá un personaje, con estilo propio, con sentimientos por ventura diferentes, hasta opuestos, a los típicos del poeta en su persona viva. Y así, se habrá llevado la poesía lírica –o cualquier forma literaria análoga en su sustancia a la poesía lírica– hasta la poesía dramática, sin darle, todavía, la forma del drama, ni explícita ni implícitamente.

Supongamos que un supremo despersonalizado como Shakespeare, en vez de crear el personaje de Hamlet como parte de un drama, lo creaba como simple personaje, sin drama. Habría escrito, por así decir, un drama de un solo personaje, un monólogo prolongado y analítico. No sería legítimo ir buscar a ese personaje una definición de los sentimientos y de los pensamientos de Shakespeare, a no ser que el personaje estuviese fallado, porque el mal dramaturgo es el que se revela.

Por algún motivo temperamental que me no propongo analizar, ni importa que analice, construí dentro de mí varios personajes distintos entre sí y de mí, personajes esos a los que atribuí poemas diversos que no son como, en mis sentimientos e ideas, yo los escribiría.

Así tienen que ser considerados estos poemas de Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. No hay que buscar en cualquiera de ellos ideas o sentimientos míos, pues muchos de ellos expresan ideas que no acepto, sentimientos que nunca tuve. Hay simplemente que leerlos como están, que por otra parte es como se debe leer.

Un ejemplo: escribí con sobresalto y repugnancia el poema octavo de El Guardador de Rebaños, con su blasfemia infantil y su antiespiritualismo absoluto. En mi propia persona, aparentemente real, con que vivo social y objetivamente, ni uso de la blasfemia, ni soy antiespiritualista. Alberto Caeiro, sin embargo, como yo lo concebí, es así: así tiene pues él que escribir, quiera yo o no, sea que yo piense como él o no. Negarme el derecho de hacer esto sería lo mismo que negar a Shakespeare el derecho de dar expresión al alma de Lady Macbeth, con el fundamento de que él, poeta, ni era mujer, ni, que se sepa, hístero-epiléptico, o de atribuirle una tendencia alucinatoria y una ambición que no retrocede frente al crimen. Si es así de los personajes ficticios de un drama, es igualmente lícito de los personajes ficticios sin drama, puesto que es lícito porque son ficticios y no porque están en un drama.

Parece superfluo explicar una cosa de por sí tan simple e intuitivamente comprensible. Sucede, sin embargo, que la estupidez humana es grande, y la bondad humana no es notable.



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