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[La enfermedad extrema de la época]

[texto dactilografiado, tal vez 1917]

Antonio Mora


Regreso de los dioses

La emergencia demasiado fácil de las personalidades secundarias; la excesiva estimulación a la revelación, por cada individuo, de su individualidad específica, que, salvo cuando es grande, no interesa a nadie que se revele; la adopción de un código de sociabilidad por el cual lo que vale en cada individuo es lo que tiene de diferente de los otros, y no lo que tiene de común con ellos: fenómenos son éstos que caracterizan bien la enfermedad extrema de la época.

Ciertas causas, que habían contribuido a este agravamiento del ya mórbido estado psíquico creado por el cristianismo, se intensificarán después y esbozarán, al menos, un principio. La enorme competencia comercial, la complicación de internacionalismos, la creciente necesidad de cuerpos de obreros especializados, que desarrollan un orgullo rígidamente incompatible con su posición en las sociedades, y que, por ser obreros, van a suscitar ese orgullo enfermizo en otros, de ocupaciones más bajas: todo esto contribuye a que se mantenga, íntegra e intacta, la decadencia, ya normal, de la época. Conseguimos ese deseo de alienado: la normalización de la anormalidad. Obtuvimos, con eso, la ventaja de hacer la vida más agitadamente interesante a un buen número de personas que, en una sociedad bien ordenada, no existirían –hablando con propiedad– individualmente. Pero esa ventaja individual, y por eso transitoria, la pagamos con la fijación, paralela, de la incapacidad de crear, con la normalización, conexa, de la impotencia para las grandes ideas, la inapetencia para los grandes fines.

Realizamos, modernamente, el sentido preciso de aquella frase de Voltaire donde dice que si los mundos están habitados, la Tierra es el manicomio del Universo. Somos, en efecto, un manicomio, sea que estén o no habitados los otros planetas. Vivimos una vida que ya perdió la noción de normalidad de todo, y donde la salud vive por una concesión de la enfermedad.

Vivimos en enfermedad crónica, en anemia afiebrada. Nuestro destino es el de no morir por habernos adaptado al estado de (perpetuos) moribundos.

¿Qué puede tener que ver con una época de éstas un espíritu de la raza de los constructores, un alma hija de las grandes verdades del paganismo? Nada, salvo la repulsa espontánea, el desprecio reflexivo. Así, nosotros, que somos los únicos que discordamos de la decadencia, somos compelidos a tomar una actitud que, por su naturaleza, también es decadente. Una actitud de indiferencia es una actitud decadente, y nosotros estamos obligados a una actitud de indiferencia por la incapacidad de adaptarnos a un medio como éste. No nos adaptamos, porque los sanos no se adaptan a un medio mórbido. No adaptándonos, somos mórbidos. En esta paradoja vivimos, nosotros, los paganos. No tenemos otra esperanza ni otro remedio.

Acepto como fatal esta actitud nuestra, pero no acepto el modo en que la acepta Ricardo Reis. Quiero que seamos indiferentes hacia una época que nada puede querer de nosotros, y sobre la cual en nada podemos influir. Pero no quiero que se cante esa indiferencia como cosa buena de por sí. Es eso lo que hace Ricardo Reis. En ese punto, lejos de volverse indiferente a las corrientes de la época, se integra en una de ellas, que es la decadente. Esa indiferencia es ya una adaptación al medio. Ya es una concesión.


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