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El Interregno

Folleto publicado por Ed. del Núcleo de Acção Nacional , Lisboa, 1928

El Interregno

Defensa y justificación de la dictadura militar en Portugal


I. Primer aviso

El Núcleo de Acción Nacional, que en varios momentos necesarios ha intervenido -suavemente, como es su estilo; oscuramente, como es su oficio- en la vida de la Nación, nos ha pedido, pues aún no pertenecemos a él, que escribiésemos, por ser la ocasión de hacerlo, un esbozo o breve formulario de lo que, a nuestro entender, podría o debería ser el Portugal futuro en las varias manifestaciones de su vida colectiva. A esta incumbencia agregó el NUCLEO la condición, a sí mismo impuesta, de que aceptaría por bueno lo que escribiésemos y con todo lo que esto fuese se conformaría, teniéndolo por propio.

En estas condiciones, no sólo gratas, sino también honrosas, escribimos el presente opúsculo, y escribiremos, si la orden y la hora fueran dadas, el libro que será compuesto de este opúsculo, como introducción o primera parte, y de otras cuatro partes como complemento.

Serán pues, cinco las partes de ese libro, hasta llegar al fin del desarrollo de la doctrina. La primera parte, contenida en este opúsculo, es introductoria. La segunda tratará de la Nación Portuguesa; la tercera del Estado Portugués; la cuarta de la Sociedad llamada Portugal. Más tarde se comprenderá en qué consiste esta distinción. Lo más importante, si no se ordena que quede por decir, constituirá la quinta parte de ese libro.

Este opúsculo trata exclusivamente de la defensa y justificación de la Dictadura Militar en Portugal y de lo que, en conformidad con esa defensa, llamamos las Doctrinas del Interregno. Las razones que se presentan no se aplican a las dictaduras en general, ni son transferibles a cualquier otra dictadura sino en la medida en que incidentalmente lo sean. Tampoco se incluye en él, explícita o implícitamente, cualquier defensa de los actos particulares de la Dictadura Militar presente. Ni, si mañana cae esta Dictadura Militar, caerán con ella estos argumentos. No habrá sino que reconstruirla, que establecer de nuevo el Estado de Interregno: no hay otro camino para la salvación y el renacimiento del país sino la Dictadura Militar, sea esta o sea otra. Cumple que esto quede desde ya entendido como proposición; quedará comprobado cuando se haya leído el opúsculo.

Escribimos estas páginas en un tono, en un estilo y en una forma premeditadamente antipopulares, para que el opúsculo, por sí mismo, elija a quien lo entienda. Todo cuanto, en materia social, es fácilmente comprensible, es falso y estúpido. Tan compleja es toda materia social, que ser simple en ella es estar fuera de ella. Esa es la principal razón por la que la democracia es imposible.

Lo que van a leer (no todos los Portugueses que nos lean, sino todos los que nos sepan leer) está escrito sin obediencia a ninguna tradición nuestra, sin servidumbre a ninguna teoría extraña, sin atención a ninguna corriente del llamado pensamiento europeo. Lo pensamos nosotros y nosotros lo elaboramos y dispusimos. En el libro, que por ventura lo incluya, este texto será revisado y, tal vez, desarrollado.

Esclavos de la mentalidad extranjera, unos; esclavos de la falta de mentalidad propia, todos – no hay Portugueses, políticos o no políticos, que hayan podido hablar a este país nacional o superiormente. Hoy lo hace, por primera vez desde 1578 y por nuestro intermedio, el NÚCLEO DE ACCIÓN NACIONAL.

Para lo que vamos a afirmar, y para lo que después habremos de proponer, no queremos la atención de los sub-Portugueses, que constituyen la mayoría activa de la Nación. Pero la atención de los otros, de quienes tienen un cerebro que aún puede llegar a pertenecerles, ni la queremos ni la pedimos: la exigimos.


II. Primera justificación de la Dictadura Militar

Mitad del país es monárquica, mitad del país es republicana. Estos son hechos. No hablamos del país dividiéndolo en norte y sur, o en cualquier otra división territorial. No hablamos del país dividiéndolo en clases cultas e incultas, o en cualquier otra división de hombres. Hablamos de Portugal simplemente respecto a la cantidad de sus habitantes nacionales. De esos se puede decir, con verdad pragmática, que la mitad es monárquica y la mitad republicana; que son sensiblemente iguales, que son iguales para todos los efectos prácticos, el número de monárquicos y el número de republicanos. Estos son los hechos, el resto es palabrería política: queda para las mayorías que la usan y para las reses que creen en ella.

De la parte monárquica, una pequeña minoría es activa y forma los partidos monárquicos que se manifiestan. De la parte republicana, una minoría mayor es activa y forma los partidos republicanos que se manifiestan. El resto del país, sea virtualmente monárquico o republicano, es apático e indiferente en cuanto a la manifestación, o hasta en cuanto a la conciencia, de sus tendencias. Como la minoría republicana es mayor, más activa y más cohesiva que la minoría monárquica, existe República y no Monarquía en Portugal. No existe República por ninguna otra razón.


Esta condición política del País tiene paralelo con un fenómeno que, como procede de la misma causa, que es el estado mental portugués, puede servir de símbolo de esa condición política. Somos el país de las dos ortografías. De la gente que entre nosotros sabe escribir, parte escribe con ortografía latina, la otra parte con la ortografía del Gobierno Provisional. La mayoría, sin embargo, no sabe leer ni escribir. Así las letras son las sombras de los hechos, y en la lectura leemos más de lo que esperábamos.

El hecho esencial es este: Portugal es mitad monárquico, mitad republicano. En el Portugal presente, pues, el problema institucional es enteramente irresoluble. De derecho, de cualquier especie de derecho, no puede haber República, no puede haber Monarquía, en Portugal. Hay República por la razón ya dicha, y porque tiene que haber algo. Pero esa República no es, ni puede ser, República, como la Monarquía que la precedió, ya no era, ni podía ser, Monarquía. Estando la nación dividida contra sí misma ¿cómo puede tener un régimen que defina la unión que no tiene? Repítase, pues, para que se oiga: el problema institucional es hoy irresoluble en Portugal.

¿Pero por qué razón está la nación así dividida contra sí misma? La razón es fácil de ver, porque el caso es de aquellos para los que puede haber una sola razón. Estamos divididos porque no tenemos una idea portuguesa, un ideal nacional, un concepto misional de nosotros mismos. Tuvimos -para bien o para mal, pero con certeza no sólo para mal- un concepto de imperio al cual nos forzaron nuestros Descubrimientos. Ese concepto cayó en Alcácer Quibir. Ni, en el largo y triste curso de las tres dinastías filipinas -la de los Felipes, la de los Braganças y la República- hubo más que la menguada y pasiva estirpe de los Sebastianistas literales que de algún modo mantuviesen viva y amada la memoria del alma de Portugal.

Ahora, todo ideal nacional claramente concebido o claramente sentido, forzosamente tenderá hacia cierta fórmula política, hacia cierto régimen, que le sea adecuado y a través del cual se exprese. Por ejemplo: un imperialismo como el inglés, de dominio y expansión étnica, está necesariamente ligado, intrínseca y extrínsecamente, a la idea monárquica. Otros ideales nacionales, no altos como aquel, ni siquiera semejantes, se pueden expresar también en la idea monárquica. Ideales de tipo diverso, y también diversos entre sí, se proyectan naturalmente y por diversas razones, en la fórmula republicana. Sólo la ausencia de un ideal nacional, por la acción negativa de la misma causa, se expresa en la división de la nación, a medias entre un régimen en el que no cree y una oposición a él en la que no confía. Ésta es la condición sin provecho en la que nos asemejamos a Francia.

Pero cuando un país está así orgánicamente dividido, mitad contra mitad, está creado el estado de guerra civil -de guerra civil por lo menos latente. Ahora, en un estado de guerra, civil u otra, es la Fuerza Armada quien asume la expresión del Poder. La asume, ordinariamente, en subordinación a un poder político constituido, a un régimen. En nuestro caso, no obstante, lo que falta es precisamente un régimen. Tiene que ser pues la Fuerza Armada, ella misma, el régimen; tiene que asumir por sí sola el Poder.

Es esta la primera Doctrina del Interregno, la primera justificación de la Dictadura Militar.


III. Segunda justificación de la Dictadura Militar

Además de no tener vida institucional legítima, no puede Portugal tener, tampoco, vida constitucional alguna. La palabra "constitución" puede recibir dos sentidos: (1) simple forma constituida de gobierno, aunque ese gobierno sea una monarquía absoluta; (2) forma de gobierno a imitación del espíritu de la constitución inglesa. El primero es el sentido abstracto, el segundo el sentido histórico, de la palabra. El Portugal presente no puede tener constitución en el primer sentido de la palabra, porque, como ya se dijo, no puede tener régimen político, y la constitución, en este sentido, es solamente la definición del régimen. Y el Portugal presente no puede, ni debe, tener constitución en el segundo sentido de la palabra, por la razón todavía más fuerte, aunque más compleja, que se va a exponer.

Como en la Europa semibárbara -aparte de ciertas repúblicas, más o menos del género pero no de la especie, de las ciudades-estado de los Antiguos- no había otro sistema general de gobierno sino la monarquía absoluta, es claro que no podía haber despotismo o tiranía sino a través de ese sistema. Ahora, el espíritu humano, como es esencialmente confuso y por eso simplista, habitualmente no distingue lo particular de lo general. Así, más o menos claramente se formó la idea de que despotismo y absolutismo eran la misma cosa. Aún hoy hay quien confunde la significación de los dos términos. Los hechos, no obstante, apuntan hacia otro lado. Todo hombre, o grupo de hombres, que manda, tiende, en virtud del egoísmo natural del alma humana, a abusar de ese mando. Solamente no abusa, o cuando siente que no puede abusar, o que perderá más abusando que no abusando. Pero hay sólo una cosa que hace sentir al gobernante que no puede abusar: es la presencia sensible, casi corpórea, de una opinión pública directa, inmediata, espontánea, cohesiva, orgánica, que todos los pueblos sanos poseen en virtud del instinto social que los hace pueblos, y cuya presión oculta sus gobernantes sienten sin que esa opinión pública tenga siquiera que hablar, y mucho menos que delegar o elegir quien obre o hable por ella. Por eso dice Hume, y dice bien, que no hay gobierno verdadero, aun el más autocrático, que no se apoye en la opinión pública.

Ahora, pensando por una parte y por error, que la monarquía absoluta era esencialmente mala, y sintiendo, por otra parte y con razón a medias, que la opinión pública es la esencia de toda la vida gubernamental, el espíritu europeo fue llevado inevitablemente a buscar una fórmula por la cual esa opinión pública se coordinase estructuralmente, se constituyera en órgano limitador o sustituto del poder real. Confusamente, incoherentemente, se esbozaron, desde la misma Edad Media, doctrinas orientadas por este hito: unas eran derivadas del ejemplo, en general mal interpretado, de las ciudades-estados de los Antiguos, otras surgieron espontáneamente de la especulación medieval, mucho más extendida en esta materia de lo que se supone; y a algunas de ellas contribuyó la Iglesia, a la que convenía diseminar doctrinas antimonárquicas en las universidades para hostilizar el poder de los reyes, frecuentemente en conflicto con el suyo.

Estos fantasmas de doctrinas súbitamente tomaron cuerpo, como era de suponerse, en el primer verdadero embate entre la monarquía absoluta y cualquier fuerza que encarnase definidamente ese impulso adverso. Se dio el caso en Inglaterra, en el conflicto, en gran parte nacional y especial, entre la monarquía de los Estuardo, conscientemente "de derecho divino", y la oposición a ella, que asumió episódicamente, y al contrario del sentimiento de la mayoría, la forma republicana. Por fin nació, después de pesados años de perturbaciones, el llamado constitucionalismo, fórmula de equilibrio espontáneo, proveniente de antiguas tradiciones nacionales en que el fermento de todas las doctrinas antimonárquicas diversamente se infiltrara. El principal teórico del sistema, tal como finalmente apareció, fue Locke en su Ensayo sobre el Gobierno Civil.

Ahora, el mismo simplismo del espíritu humano, que lo lleva a confundir lo particular y lo general en la teoría, lo lleva a no distinguirlos en la práctica. Así, sin considerar si la solución política inglesa no sería particularmente inglesa y, por lo tanto, inaplicable a otros pueblos, en otras circunstancias de pasado y de presente, los pensadores europeos erigieron en dogma la constitución de Inglaterra. La fórmula constitucional inglesa pasó a ser, para ellos, una especie de descubrimiento científico, no sólo universalmente verdadera, como lo son los datos de la ciencia, sino también absolutamente perfecta, como lo son las manifestaciones de las leyes naturales. Y como el pueblo inglés rápidamente se distanció, en el goce de verdadera libertad y de una vida social superior, de todos los otros pueblos de Europa, aparentemente la práctica vino a confirmar la teoría. De ahí la intoxicación constitucional que habría de producir, en una amplitud doctrinaria exaltada, la Revolución Francesa, por la cual las doctrinas, ya metafísicas, del constitucionalismo inglés se esparcieron después por todo el mundo. A nadie se le ocurrió, al parecer, que la libertad, en cualquier pueblo, es la simple expresión de su fuerza espontáneamente cohesiva para resistir cualquier tiranía, ni que la libertad y la superioridad social inglesas provenían, no de una fórmula, que es una abstracción, sino de la salud social, de la fuerte opinión pública directa, que estaban por detrás de esa fórmula y le daban vida real, como se la habrían dado, en el mismo sentido, a cualquier otra.

Así, de una intuición central justa, enredada en errores y por ellos sofocada, nació en Europa, y arrastró a todo el mundo civilizado, la superstición constitucional. Consiste ella en creer que la fórmula constitucional inglesa es universal, siendo por lo tanto aplicable a cualquier pueblo civilizado, en cualquier circunstancia, y que es perfecta dado que es la fórmula verdadera para traducir en una norma política aquello que se llama opinión pública.

Ambas tesis son demostrablemente erróneas. La primera a todos lo debe parecer, aunque sea por simple intuición. Es evidente, o debería serlo, que el régimen que particularmente conviene a un pueblo representa una adaptación a las particularidades de ese pueblo y, por lo tanto, debe ser inadaptable en principio a las particularidades, forzosamente diferentes, de otro pueblo cualquiera. Aparte de ésta, hay otra razón de más peso. Sólo puede ser universalmente aplicable lo que es universalmente verdadero, esto es, un hecho científico. Ahora, en materia social no hay hechos científicos. La única cosa cierta en "ciencia social" es que no hay ciencia social. Desconocemos por completo lo que sea una sociedad; no sabemos cómo se forman las sociedades, ni cómo se mantienen, ni cómo declinan. Hasta hoy no se ha descubierto una ley social única; sólo hay teorías y especulaciones que, por definición, no son ciencia. Y donde no hay ciencia no hay universalidad. El constitucionalismo inglés, u otra teoría social cualquiera, es por lo tanto inaplicable a la generalidad de los pueblos; conviniendo sólo, por ventura, al pueblo donde apareció y donde, por lo tanto, es en cierto modo natural. No obstante, lo que falta saber es si en el propio pueblo inglés el constitucionalismo inglés da buen resultado. Si no lo diera, las dos tesis se derrumban, puesto que lo que es malo donde es natural -aunque viable por ser natural- será dos veces malo donde sea artificial, pues ahí ni siquiera viable será. Esto nos lleva, pues, al examen de la segunda creencia de la superstición constitucional: la de que el constitucionalismo inglés realmente representa la proyección política de la opinión pública.

Esa creencia la va a desmentir por nosotros, y mejor de lo que nosotros lo haríamos, un inglés moderno, hombre culto y experimentado, político por herencia y por vocación. Así dice Lord Hugh Cecil, hijo del Marqués de Salisbury, en las páginas 235 y siguientes de su libro titulado Conservadurismo:

Se torna altamente interesante e importante inquirir dónde está el centro del poder que domina, en última instancia, la Casa de los Comunes y la autoridad ilimitada que, por la Constitución, esa Casa ejerce. Es interesante e importante, aunque no muy sencillo. Se puede decir que el poder está en el Gabinete, esto es, en los quince o veinte hombres predominantes del partido en mayoría. Pero eso no siempre será verdad. A veces puede haber discordancias en el Gabinete. ¿Cuál es la fuerza que entonces determina que la decisión se tome en un sentido o en otro? O, todavía, aparecerá a veces en el Gabinete una cuestión para decidir, y traerá ya una solución tan fuertemente apoyada por el partido, que el Gabinete se vea obligado a adoptar esa solución. ¿Dónde está el poder al que hasta el Gabinete tiene que obedecer? La mejor respuesta es que la autoridad suprema en un partido en general es ejercida por los más enérgicos y activos de los organizadores partidarios bajo la dirección de uno o dos de los principales jefes del partido. A veces el jefe nominal del partido está entre estos hombres, otras veces, no. Pero ellos derivan su fuerza, no sólo de su situación personal, sino de que, de un modo u otro, influyen en lo que se puede llamar la Guardia Pretoriana del Partido, esto es, sus elementos más activos y ardientes. Si esto es así, tenemos grandes razones para recelar. La Casa de los Comunes nombra al Ejecutivo y tiene dominio absoluto sobre la legislación. El partido en mayoría en la Casa de los Comunes domina absolutamente la Casa de los Comunes. Ese partido es, a su vez, dominado por sus elementos más ardientes y enérgicos, bajo el comando de los políticos a quien ellos son más afectos. Esto quiere decir que la suprema autoridad del Estado está en las manos de los estadistas que más admirados son por esos partidarios extremos. Es casi imposible concebir una forma menos satisfactoria de gobierno. Esto, con todo, es la realidad. La apariencia es que la Casa de los Comunes representa al pueblo. Pero, de hecho, el pueblo no tiene la voz dominante en la elección de la Casa de los Comunes, ni dominio real sobre ella, una vez elegida. El pueblo tiene, en la práctica, sólo la libertad de escoger entre los candidatos del partido que son ofrecidos a su elección. Son los partidarios ardientes -la Guardia Pretoriana- quienes escogen a los candidatos; los electores solamente tienen que determinar si quieren ser representados por el designado de los Pretorianos Conservadores o por el designado de los Pretorianos Liberales o, en casos más raros, pueden elegir a un candidato, no menos disciplinado, nombrado por el Partido Laborista. Los independientes pueden proponerse y algunas veces se proponen, a elección. Pero las elecciones, en las condiciones modernas, son a tal punto materia de organización y mecanismo, que es en con gran desigualdad que un candidato independiente se puede batir con los candidatos nombrados por los partidos. El triunfo de una candidatura independiente es la cosa más rara de este mundo. La única verdadera influencia que tienen los independientes radica en el deseo de los jefes partidarios de que ellos obtengan votos. Pero hasta esto tiene en la práctica un alcance limitado. Hay asuntos controvertidos sobre los cuales los partidarios ardientes, de un lado y de otro, sienten tan fuertemente que casi nada les importa la opinión del público no partidario. Y, cuando la Casa ha sido elegida, la influencia de la opinión pública queda igualmente limitada. Alguna cosa se hará para obtener el apoyo en la próxima elección; pero, siempre que los hombres del partido del gobierno realmente se empeñen en un asunto, correrán todos los riesgos para imponer su política. Sobre todo lo harán cuando el asunto de que se trate envuelva el crédito personal de uno de los jefes de su confianza. El hecho formidable es que la más alta autoridad de nuestro Imperio inmenso y único se encuentra alternativamente en las manos de dos grupos de hombres vehementes, intolerantes y desequilibrados.

Estas palabras tienen ya quince años, sin embargo valen hoy como entonces; nada, salvo el crecimiento del Partido Laborista, existe de nuevo en la situación que ellas describen, y ese crecimiento no pesa sino en cambiar por "tres" la palabra "dos" al final del texto. Y estas palabras son, no sólo las del político experto, por herencia y vocación, como describimos a su autor, sino las de un hombre que es, él mismo, político de partido. Es uno de los casos en que, contra la norma jurídica, la confesión del reo tiene validez.

El reo, sin embargo, no confesó todo. Una polémica reciente y episódica, entre jefes liberales ingleses, trajo a la atención pública uno de los puntos de la vida partidaria en que ordinariamente no se reparaba. Es el de que los fondos del partido son secretos, secretos los nombres de los individuos que frecuentemente contribuyen con grandes sumas a las arcas del partido. Esto complica el asunto y la Guardia Pretoriana. Quien contribuye con grandes sumas al cofre partidario raras veces lo hará por convicción teórica. Lo hará, generalmente, con otras miras. Y, puesto que dio, buscará que se haga aquello por lo que dio. El partido, o su Guardia Pretoriana, hará, puesto que recibió, por merecer lo que recibió. Así, en esta noche moral, pueden sutilmente esbozarse, y sutilmente infiltrarse en la sustancia política, orientaciones enteramente antinacionales; pues, como a este propósito se observó, no sabiendo nadie quiénes son los principales financiadores de los partidos, nadie tiene la certeza de que no estén vinculados a elementos extranjeros, que impongan secretamente su política. No se alegue que este estado de cosas nada tiene que ver con el constitucionalismo propiamente dicho. El constitucionalismo comprende y propicia la existencia de partidos; estos partidos se hacen los unos a los otros una guerra política; y la guerra política, como toda guerra, se asienta en dos bases: dinero y secreto.

Es así, pues, como opera el constitucionalismo inglés en el país donde es natural y, por lo tanto, en cierto modo orgánico; donde es antiguo y, por lo tanto, aún más natural; donde se ha perfeccionado más y, por lo tanto, donde debe estar más libre de errores. Y si así es en este país, ¿como no lo será en los otros, donde no es natural, ni antiguo, ni, por no ser antiguo, podría haber sufrido lo que propiamente se llama un perfeccionamiento?

En los países donde, como en Inglaterra, existe un ideal nacional, y, en cierto grado, una opinión pública espontánea -aquella opinión pública natural, orgánica, no electora, de la que hablamos anteriormente- los maleficios esenciales del constitucionalismo son disminuidos. No obstante, son disminuidos por elementos externos, y no internos, a él. La presión de un ideal nacional, si es fuerte y constante, se hace sentir en el propio Parlamento, en los propios partidos, pues éstos existen dentro de la nación; la presión de una opinión pública espontánea, si es fuerte, del mismo modo que la sentían los reyes absolutos, la sienten también el Parlamento y los partidos, quienes reculan, como lo hacían los reyes, ante sus impulsos más evidentes. Así, pues, parece que si el parlamento y los partidos pueden ser, como lo eran los reyes, sensibles a las manifestaciones directas de la opinión pública, tanto da que haya reyes como Parlamento y partidos, parece que basta con que haya ideal nacional, y que haya opinión pública verdadera, pues éstos se harán sentir al Parlamento y a los partidos, y así los compelerán al recto camino. Desgraciadamente la analogía es errónea. El rey absoluto podía (con grave riesgo personal) contrariar el ideal de la Nación. El rey absoluto podía (con cierto riesgo personal) contrariar la opinión de su pueblo. Pero el rey absoluto no podía sofismar o pervertir ese ideal o esa opinión, pues no tenía contacto interno con la opinión pública, a la que no representaba y de la cual no dependía; y el ideal nacional, en tanto que activo, no se manifiesta sino como una parte de la opinión pública. Los partidos, sin embargo, como tienen un ideal político distinto del ideal nacional (sin el que no serían partidos), ora sobreponen aquél a éste, ora lo infiltran en éste, pervirtiéndolo de esta manera. Aún más, los partidos, como tienen que tener la apariencia de basarse en la opinión pública, buscan "orientarla" en el sentido que desean, y así la pervierten; y, para su propia seguridad, buscan servirse de ella, en vez de servir a ella y así la sofisman.

En Portugal no hay (como se dijo) ideal nacional, ni hay (como se dirá) opinión pública. Recibimos así, en su plenitud, los maleficios del constitucionalismo. Somos los perfectos constitucionalistas. Los problemas nacionales suscitados por la presencia del constitucionalismo, si son graves en cualquier otro país, entre nosotros son gravísimos. Tenemos que darles alguna solución, permanente o provisoria, pero ciertamente inmediata.

Ahora, como según se vio en la trascripción hecha más arriba, el mal del constitucionalismo está en su esencia, visto que es radicalmente nocivo hasta en donde es natural, no hay otro remedio para él, donde no sea natural, sino su simple eliminación. Pero, si lo eliminamos, ¿qué pondremos en su lugar? ¿Por qué norma gubernativa lo sustituiremos? Donde hubiere un régimen, o la posibilidad inmediata de un régimen, intentaríamos extraer de la sustancia de ese régimen una norma gubernativa propia y especial. Pero donde, como en el Portugal presente, no hay régimen, ni la posibilidad inmediata de que lo haya, la única solución es, eliminando el constitucionalismo, no sustituirlo por cosa ninguna, parecida o diferente a él. En otras palabras, hay que crear, hay que establecer como cosa definida, el Estado de Transición.

Siendo el Estado de Transición, en materia nacional, la condición de un país en el que están suspendidas, por una necesidad o compulsión temporaria, todas las actividades superiores de la Nación como conjunto y elemento histórico, lo cierto es que no está suspendida la propia Nación, que tiene que continuar viviendo y, dentro de los límites que ese estado le impone, orientarse lo mejor que pueda. Los gobernantes de un país, en uno periodo de estos, tienen pues que limitar su acción al mínimo, a lo indispensable. Ahora, lo mínimo, lo indispensable socialmente, es el orden público, sin el que las más simples actividades sociales, individuales o colectivas, ni siquiera pueden existir. Los gobernantes naturalmente indicados para un Estado de Transición son, pues, aquellos cuya función social sea particularmente la preservación del orden. Si una nación fuese una aldea, bastaría la policía; como es una nación, tiene que ser la Fuerza Armada completa.

Es esta la segunda Doctrina del Interregno, la segunda justificación de la Dictadura Militar.


IV. Tercera justificación de la dictadura militar

Además de que el Portugal presente no puede tener vida institucional, ni tampoco vida constitucional, no puede tener, aún, vida de opinión pública. Así, también le falta lo que es, no sólo el fundamento interno de todo gobierno, sino, por una fatalidad histórica, el fundamento externo de todo gobierno actual.

Hay sólo tres bases de gobierno: la fuerza, la autoridad y la opinión. Cualquier forma de gobierno tiene que participar, para ser gobierno, de todas ellas: sin fuerza no se puede gobernar, sin opinión no se puede durar, sin autoridad no se puede obtener opinión. No obstante, a pesar de que cualquier gobierno participe de todas, habrá una de ellas en la que más particularmente, más distintivamente, se apoye.

El gobierno típicamente de fuerza, existe sólo en las sociedades bárbaras o semibárbaras; regresa atípicamente en los episodios dictatoriales de las sociedades civilizadas. Es el gobierno en que se expresan aquellas civilizaciones en formación, en las cuales el estado de guerra aún es la condición normal y constante; por eso también caracteriza aquellos periodos de las civilizaciones formadas, en los que el estado de guerra, civil u otra, resurge. Al gobierno de fuerza lo sucede, en la línea de cambio de las cosas, el de autoridad: la autoridad es la fuerza consolidada, trasladada, la fuerza vuelta abstracta, por así decirlo. La estabilización de los gobiernos de fuerza los convierte, pasado el tiempo, en regímenes de autoridad. Pero la autoridad no dura siempre, porque nada dura siempre en este mundo. Siendo la autoridad un prestigio ilógico, llega el tiempo en el que, degenerando ella como todo, la inevitable crítica humana no ve en ella más que el ilogismo, visto que el prestigio se perdió. Así, en el decurso de las civilizaciones, se llega a un punto en que –separadamente de los recursos no caracterizados de la fuerza- se tiene que establecer, o tratar de establecer, un sistema de gobierno fundado en la opinión, pues no queda otro fundamento para la existencia de un gobierno.

Europa, y nosotros con ella, siguió este curso fatal. Nos confronta a todos con un problema político: extraer de la opinión un sistema de gobierno. No tenemos otro recurso. No podemos recurrir a la fuerza, porque la fuerza, en una sociedad formada, no es más que un freno, aplicable solamente en los momentos de peligros y en las bajadas; si quisiéramos sistematizarla pagaremos el precio por el que serán embargadas las sociedades en que se pretende coordinar lo ocasional, esto es, realizar una contradicción. No podemos recurrir a la autoridad, porque la autoridad es increable e increíble, y la tradición, que es su esencia, tiene por sustancia la continuidad, que una vez rota ya no se repone más. Tenemos, pues, que encarar, por necesidad histórica, el problema de extraer de la opinión pública un sistema de gobierno. Si este es el problema, no supongamos que es otro.

Para orientarnos hacia este fin, tenemos, primero, que ver en qué consiste la opinión. Es lo que nunca hicieron ni los defensores ni los críticos de los sistemas que en ella se fundan.

Toda opinión es de una de tres especies, conforme se asiente en el instinto (o en la intuición), en el hábito, o en la inteligencia. Por instinto se entiende aquel fenómeno psíquico, innegable, aunque difícil de explicar, por el cual, en los animales llamados inferiores, la vida se conserva certeramente sin muestras de "inteligencia" o, aun, de condiciones anatomofisiológicas para la existencia de ella. En los animales llamados superiores los instintos subsisten, pero son en ellos perturbados por el hábito y por la inteligencia, que les son, a los instintos, diversamente antagónicos. En estos animales superiores, y notoriamente en el hombre, aparece, todavía, una forma superior del instinto, que llamamos intuición: de ella proceden los fenómenos, extraños aunque reales, a los que por comodidad se llamó supranormales: las corazonadas, el espíritu profético. La intuición, operando como instinto, porque es instinto, usurpa, y muchas veces supera, las operaciones de la inteligencia. Los fenómenos del instinto y de la intuición han preocupado, más que otros cualquiera, a la ciencia psicológica; se afirmó ella ya en la certeza de que el campo de lo que denominó subconsciente es muchísimo más vasto que el de la razón y que el hombre, verdaderamente definido, es un animal irracional. Sólo por orgullo o prejuicio se puede dejar de ver que la inteligencia es -como Huxley abusivamente suponía que era la simple conciencia- un epifenómeno. Esto es, la inteligencia no hace sino reflejar, haciéndolos claros para nosotros y, por medio de la palabra, para otros, los instintos oscuros, las instancias intuitivas de nuestro temperamento.

Por hábito se entiende aquella disposición de índole que es, en su origen, y al contrario del instinto, extraña al individuo, siendo derivada de un ambiente cualquiera. Los prejuicios, las creencias, las tradiciones -todo cuanto, sin proceder de la inteligencia tampoco proceda del instinto- se derivan del hábito. Muchas veces es difícil distinguir una opinión que procede del instinto de una procedente del hábito, por eso el hábito es un instinto postizo o artificial: una "segunda naturaleza", como con razón se le llamó.

Las manifestaciones de estas cuatro clases de opinión se diferencian entre sí de la siguiente manera: el instinto simple es instantáneo y sintético, es individual y tiene por objeto solamente cosas concretas; es centrípeto o egoísta, pues forzosamente lo ha de ser aquello que sea a un mismo tiempo individual y concretizante. El instinto superior, o intuición, difiere del instinto simple en que puede tener por objeto lo abstracto y lo indefinido, y en que, en la medida que lo tenga, dejará de ser centrípeto o egoísta. El hábito es igual al instinto simple, salvo en no ser individual, aunque tenga también lo concreto y lo definido por objeto. La inteligencia es analítica, es individual y tiene por objeto lo abstracto. En toda opinión participa una parte de cada uno de estos elementos, pues, en la vida todo es fluido, mezclado, incierto, difícil de analizar de forma sumaria e imposible de analizar hasta sus últimas consecuencias.

Pasando ahora de considerar la opinión simple, para atender a lo que nos interesa, que es la opinión colectiva o “pública”, desde luego vemos que ella tiene que asentar o en el hábito o en la llamada intuición. En el instinto simple no puede asentar, porque éste es sólo individual -de la vida, no de la sociedad. En la inteligencia tampoco puede fundarse, porque la inteligencia, por ser la expresión del temperamento, es, por eso mismo, la expresión de instintos, de hábitos y de intuiciones y ello nos excusa de tener que atender a ella, pues debemos atender a aquello de lo que es espejo.

El concepto vulgar de democracia, aquel que pretende basar la opinión pública en la suma de las opiniones individuales proporcionadas por las inteligencias, lo cual supone que una sociedad numéricamente más culta (no sólo más culta en sus representantes superiores) se orienta y gobierna mejor que una sociedad cuantitativamente menos culta, este concepto es forzosamente erróneo. Se añade que, como no hay ciencia social, no puede haber cultura sociológica. Si la hubiese, ¿cómo podría haber, sobre los puntos más simples y esenciales de la vida social, divergencias de opinión entre hombres de la mayor cultura? ¿Cómo es que la cultura en general, y la cultura sociológica en particular, orientan socialmente, si el profesor A., de la Universidad de X, es conservador, el profesor B., de la Universidad de Y, es liberal, y el profesor D., de la Universidad de Z, es comunista? ¿De qué les sirve la cultura si entre sí divergen en un congreso, igual que tres obreros en una taberna? Lejos de, como se dice, la "democracia sin luces" ser un "flagelo" es la democracia con luces la que lo es. Cuanto mayor es el grado de cultura general de una sociedad, menos se sabe orientar, pues la cultura necesariamente se quiere servir de la inteligencia para fundamentar opiniones, y no hay opinión que se funde en la inteligencia. Se asienta o se funda en el instinto, en el hábito, en la intuición, y la intromisión abusiva de la inteligencia, no altera eso, sólo lo perturba. La democracia moderna es la sistematización de la anarquía.

Aún más, sucede en cuanto a la inteligencia que, como es analítica, es desintegrante; como es abstracta, y por eso fría, es incomunicativa; y como es la expresión de un temperamento, y el temperamento es individual, distancia a los hombres en vez de acercarlos. El hábito, al contrario, "se pega"; sobre todo "se pega" un hábito social. La intuición también se transmite -se transmite por una emisión indefinible, un "fluido", como ya se le llamó, habiendo quien cree, acaso con razón, que no sólo es real, sino material. Así, pues, es sólo en el hábito o en la intuición, que la opinión pública se puede fundar. Y, de hecho, se funda en ambas.

En el hábito se basa aquella opinión pública que, con razón en el término, llamamos conservadora. La razón de ser conservador es la misma razón por la que no se puede dejar de fumar. Hay, no obstante, una diferencia que en cierto modo justifica el recelo a lo nuevo que constituye la esencia del conservadurismo. Quien deja de fumar, y se siente mal con hacerlo, puede volver a fumar. Pero un hábito social, esto es, una tradición, una vez roto, nunca más se restituye, porque es en la continuidad donde está la sustancia de la tradición. Además, como nadie sabe lo que es la sociedad, ni cuáles son las leyes naturales que la rigen, nadie sabe si un cambio cualquiera no irá a infringir esas leyes. En igual recelo se fundamentan las supersticiones que solamente los idiotas no tienen: en el recelo de infringir leyes que desconocemos, y que, como no las conocemos, no sabemos si no obrarán por vías aparentemente absurdas. La tradición es una superstición.

La opinión de hábito es la que mantiene y defiende las sociedades; equivale a la fuerza que, en el organismo físico, resiste a la desintegración. La opinión de hábito obra siempre de este modo restrictivo; unas veces es útil porque obstruye la decadencia, otras es nociva, porque obstruye el progreso. Sin la opinión de hábito no existirían naciones, pues una nación no es sino un hábito. Pero con sólo la opinión de hábito no existirían naciones progresistas, ni existirían naciones, pues no se habría progresado hasta su fundación. La tradición más antigua de cualquier nación es el no existir.

En la intuición -que, al contrario del simple instinto, ve, como la inteligencia, el futuro y no sólo el pasado- se funda aquella opinión que promueve el progreso de las sociedades, pero si la opinión de hábito no la equilibrara, produciría la desintegración de las sociedades. Toda fórmula social nueva es elaborada e impuesta por la intuición, aunque la sobreposición de la inteligencia perturbe y corrompa su expresión. Por exclusión de partes se ve que es elaborada e impuesta por la intuición. El instinto nada tiene que ver con ella. El hábito se le opone. La inteligencia, por sí sola, no tiene ciencia social que la fundamente para suponerla buena o viable, ni experiencia social (en vista de que ella es nueva) en que fundarse para eso. Sólo la intuición -la fe, si se quiere- puede creer en la virtud y en la viabilidad de lo que aún no se experimentó. Por eso puede decirse con razón que toda opinión anticonservadora es un fenómeno religioso; que todo partido anticonservador es un gremio místico.

Toda vida consiste en el equilibrio de dos fuerzas, la de integración y la de desintegración -el anabolismo y el catabolismo de los fisiólogos. La sola integración no es vida; la sola desintegración es muerte. Las dos fuerzas opuestas viven en perpetua lucha y es esa perpetua lucha la que produce lo que llamamos vida. La guerra, dice Heráclito, es la madre de todas las cosas. Pero para que la vida subsista es necesario que las dos fuerzas opuestas sean de intensidad prácticamente igual; que se opongan, que se combatan, pero que ninguna prevalezca sobre la otra. La vida es la única batalla en que la victoria consiste en no haber victoria alguna. Eso es el equilibrio; y la vida es una media entre la fuerza que no quiere dejar de vivir y la fuerza que la quiere matar: la diagonal de un paralelogramo de fuerzas, distinto de las dos y por ellas compuesto. Si así es en la vida individual, así será en la vida social, que también es vida. La vida social consiste en el equilibrio de dos fuerzas opuestas, que ya vimos cuales son. Las dos fuerzas tienen que existir para que haya equilibrio y, aunque lo haya, tienen que ser opuestas. Un país unánime en una opinión de hábito no sería país, sería ganado. Un país que concuerde en una opinión de intuición, no sería país, sería sombras. El progreso consiste en una media entre lo que la opinión de hábito desea y lo que la opinión de intuición sueña. Figuró Camões, en las Lusíadas, en el Velho do Restelo la opinión de hábito, en Gama la opinión de intuición. Pero el Imperio Portugués no fue la ausencia de imperio que el primero deseara, ni la plenitud de imperio que el segundo soñaría. Por eso, para mal o para bien, el Imperio Portugués pudo ser.

El equilibrio de las fuerzas vitales, sin embargo, no procede sólo de su igual intensidad, sino también de su igual dirección, en la que, de cierta manera, esa igual intensidad se funda. Las dos fuerzas tienen en común el ser la misma fuerza, que es el organismo en que viven y al que diversamente sirven para mantenerlo. Todo lógico sabe que, para que haya contraste entre dos ideas, tiene que haber identidad en el fundamento de ellas. Mejor dicho: para que dos especies se opongan mutuamente, tienen que ser especies del mismo género. Puede oponerse lo negro al blanco, porque ambos son colores. No puede oponerse lo negro a un triángulo porque uno es especie del género color y otro es especie del género forma. Así, para que en las fuerzas vitales se pueda dar oposición con equilibrio, es necesario que, en el fondo, pertenezcan al mismo género, lo que, en materia de fuerzas, quiere decir que tiendan hacia el mismo fin. Ese fin, puesto que existen en el mismo organismo, y tienen, por decirlo así, una identidad de localización, es la vida de ese organismo. Si la fuerza de integración, que es por naturaleza centrípeta, se localizara en ciertos puntos u órganos, el organismo sufriría una disolución o desvitalización, pues los puntos libres quedarán expuestos a una desintegración completa. Si la fuerza de desintegración que -por naturaleza es centrífuga, excediera su límite orgánico, el organismo quedaría dominado por la fuerza opuesta y del mismo modo sufriría la muerte o la desvitalización. Como en lo individual, así en lo social. Si la opinión de hábito tuviera en vez de un fin nacional un propósito menos que nacional -provincia, clase, familia,...- arruinaría a la sociedad porque la dejaría libre a la opinión de intuición, que establecería el caos en los otros elementos sociales. Si la opinión de intuición tuviera un propósito más que nacional -humanidad, civilización, progreso...- igualmente arruinaría a la sociedad, pues la dejaría a merced de la opinión de hábito, que se apoderaría de todos sus otros elementos.

En el fondo, como se trata de un sistema de fuerzas, a una acción corresponde siempre una reacción igual. A una acción excesiva corresponderá, pues, una reacción igualmente excesiva y, como péndulo que oscila demasiado, el sistema acabará por detenerse. Tenemos ejemplos de los dos casos en los estados, paralelos aunque inversos, de la vida portuguesa bajo los Braganza, y de la vida presente de Rusia. En ese periodo nuestro vivimos concentrados en la tradición, en nuestra vida familiar, provincial y religiosa; sucedió que nos desnacionalizamos completamente en nuestra administración, en nuestra política y en nuestra cultura. En el presente periodo de Rusia, en que la opinión de intuición ha excedido enteramente la nación en favor de una entidad socialmente mítica llamada "humanidad", la opinión de hábito estableció una reacción igualmente fuerte, reculó más allá de la familia, de la provincia, de la religión tradicional y se quedó en el último elemento social, el individuo, que, como tal, es sólo un animal. Así, en virtud de la reacción excesiva que provoca, toda doctrina social extrema produce resultados diametralmente opuestos a los que pretende producir. El tradicionalismo orgánico produce extranjeros; el progresismo orgánico produce animales. Es en la comunidad del concepto de nación donde está la base para la lucha provechosa, porque el equilibrio íntimo resulta de las fuerzas sociales opuestas. En el caso notable del inicio de nuestros Descubrimientos, la opinión de hábito se oponía a su novedad, la de intuición la promovía; sin embargo, una y otra no pensaban fuera del ideal de grandeza patria, o sea, en el fondo, del ideal de imperio. Así pudo el Imperio portugués, cuando, para bien o para mal, llegó a ser, ser informado por toda el alma de Portugal.

Ya antes esbozamos, en un simple ejemplo ocasional, cuál es la situación actual de Portugal en cuanto a su opinión pública. Encerrados, desde los Felipes, al liberalismo, en una estrecha tradición familiar, provincial y religiosa; animalizados, en las clases medias por la educación frailuna, y, en las clases bajas, bestializados por el analfabetismo que caracteriza a las naciones católicas, donde no es necesario conocer la Biblia para ser cristiano: desarrollamos en las clases superiores, donde principalmente se forma la opinión de intuición, la violenta reacción correspondiente a esta acción violenta, Desnacionalizamos nuestra política, desnacionalizamos nuestra administración, desnacionalizamos nuestra cultura. La desnacionalización estalló en el constitucionalismo, dádiva que, a cambio, recibimos de la Iglesia Católica. Con el constitucionalismo se dio la desnacionalización casi total de las esferas superiores de la Nación. Se produjo la reacción contraria, y, del mismo modo que en la Rusia de hoy, aunque en menor grado, la opinión de hábito reculó más allá de la provincia, más allá de la religión, en muchos casos más allá de la familia. Surgió la contrarreacción: vino la República y con ella la completa extranjerización. Volvió a producirse el movimiento contrario; estamos hoy sin vida provincial definida, con la religión convertida en superstición y en moda, con la familia en plena disolución. Si damos un paso más en este juego de acciones y reacciones, llegaremos al comunismo y a comer raíces -por lo demás, fin natural de ese sistema humanitario. Este es el estado actual de los dos elementos que componen la opinión pública portuguesa.

Ahora, en un país en que esto se da, y en el que todos sienten que se da, en un país donde, además de no poder haber régimen legítimo, ni constitución de cualquier especie, no puede, todavía, haber opinión pública en que ellos se fundamenten o con la que se regulen; en ese país todos los individuos, y todas las fuerzas de consenso, apelan instintivamente o al fraude o a la fuerza, pues, donde no puede haber ley, tiene el fraude, que es el sustituto de la ley, o la fuerza, que es la abolición de la ley, necesariamente que imperar. Ningún partido asume el poder con lo que se le reconozca como derecho. Toda situación de gobierno en Portugal, después de la caída de la monarquía absoluta, es sustancialmente un fraude. El fraude es penalizado por la ley; sin embargo, cuando el fraude se apodera de la ley, tiene que aplicarla con la simple fuerza, que es el fundamento de la ley, porque es el fundamento de su cumplimiento. En esto se funda el instinto que promueve nuestras constantes revoluciones. Ellas nos han hecho despreciables ante la civilización porque la civilización es una bestia. Con todo, nuestras revoluciones son, en cierto modo, un buen síntoma. Son el síntoma de que tenemos conciencia del fraude como fraude, y el principio de la verdad está en el conocimiento del error. Si, todavía, rechazando el fraude como fundamento de algo, tenemos que apelar a la fuerza para gobernar el país, el remedio está en apelar clara y definidamente a la fuerza, en apelar a aquella fuerza que pueda ser congruente con la tradición y la consecución de la vida social. Tenemos que apelar a una fuerza que posea un carácter social, tradicional, y por ello que no sea ocasional y desintegrante. Sólo hay una fuerza con ese carácter: es la Fuerza Armada.

Es esta la tercera Doctrina del Interregno, la tercera y última justificación de la Dictadura Militar.


V. Segundo aviso

Llegados a este punto, a quienes lean este opúsculo, les parecerá que, para justificar la Dictadura Militar, no era menester que lo hiciésemos con más que uno solo de los fundamentos expuestos, ni que, en todos ellos, empleásemos razones con tal desenvolvimiento. Hay que explicar, no obstante, que el triple carácter de la justificación, así como todos sus pormenores, tienen un designio más amplio que el de sólo justificar. Para explicarlo y definirlo, dividamos en tres razones el relato de lo que nos propusimos.

En primer lugar, seamos claros en cuanto a la naturaleza de la cosa justificada. Repetiremos lo que ya dijimos. Este opúsculo contiene una justificación completa de la Dictadura Militar en el Portugal presente. Con eso, justificamos la Dictadura de hoy, en sus fundamentos. No hablamos, sin embargo, particularmente de ella. Ninguna consideración particular vino a nuestro argumento, que era general. Probamos que hoy es legítima y necesaria una Dictadura Militar en Portugal; triplemente lo probamos. Si esta (Dictadura) que es, está compuesta como conviene que lo esté, o si se orienta como conviene que se oriente, o si subsistirá como conviene que subsista -todo eso es extraño a nuestra demostración. Si mañana la Dictadura Militar cae, no caerá con ella su justificación. El ser necesario de una cosa no implica ni que exista, ni que, existiendo, subsista; implica solamente que es necesaria.

En segundo lugar, el fin principal de este opúsculo está, no en él, que es sólo introductorio, sino en las tres partes siguientes del libro del que él es la primera. Sin embargo, como es introductorio, en él se debían esbozar, no sólo las materias por cuya división ellas son tres, sino, más particularmente, las bases de esas materias De la segunda sección de este opúsculo surgirá la segunda parte del libro, de la tercera la tercera, de la cuarta la cuarta; la quinta, ya lo dijimos, no será más que el epílogo. En la sección segunda establecimos la importancia del ideal nacional; de él, de su naturaleza en Portugal, y de su preparación aquí, tratará la segunda parte del libro. En la sección tercera establecimos la inviabilidad del constitucionalismo inglés; del constitucionalismo viable, que debemos crear para substituirlo, tratará la tercera parte del libro. En la sección cuarta establecimos la definición de opinión pública; de como la podremos establecer y radicar en Portugal tratará la cuarta parte del libro. Así, de sección a parte de libro, todo se liga, hasta numéricamente.

En tercer lugar, teniendo en este opúsculo esbozadas las materias de esas tres partes, y definidas sus bases, en ninguna sección, sin embargo, definimos las mismas materias, lo que haremos en las partes del libro en que se las refieran. No dijimos en la sección segunda en que consistía un ideal nacional, ni en que debía consistir el nuestro; en la segunda parte del libro, que trata de la Nación Portuguesa, lo haremos. No dijimos en la sección tercera en que consistía la esencia del constitucionalismo inglés; en la tercera parte del libro, que trata del Estado Portugués, lo definiremos para después aplicarnos en la constitución propia de ese Estado. En la sección cuarta, sí, de hecho, definimos en qué consiste la opinión pública, de modo que en la cuarta parte del libro no tendremos que definirla a ella, sino a las condiciones sociales necesarias para su existencia; de la Sociedad Portuguesa tratará esa cuarta parte. Tampoco dijimos en la sección segunda cómo se extraía un régimen del ideal nacional, ni a que ideas convenía este o aquel régimen; tampoco dijimos, en la sección cuarta, cuál es la manera de hacer entrar en una constitución política o sistema de gobierno, la opinión pública de una sociedad: todo esto formará parte, no de la segunda o de la cuarta, sino de la tercera parte del libro. Como es la que trata del Estado, en ella se proyectan las conclusiones políticas, corolarios de la segunda, que trata de la Nación, y de la cuarta, que trata de la Sociedad; pues en el Estado, que es la inteligencia del país, se proyectan los instintos, que forman la Sociedad, y los hábitos, que constituyen la Nación.

Son estos los fines, inmediatos y mediatos, del presente opúsculo, que en este punto concluimos. Lo que en él escribimos (de menor monta, con todo, que lo que escribiremos en el propio libro) lo distingue, en la amplitud y precisión de los conceptos, en la lógica del desarrollo, y en la concatenación de los propósitos, de cualquier escrito político hasta hoy conocido. No hay hoy, en nuestro país o en otro, nadie que tenga alma y mente, combinándose, para componer un opúsculo como este. De esto nos enorgullecemos[1] .

Es esta la Primera Señal, llegada, como fue prometido, en la Hora que se prometió.

Lisboa, Enero de 1928




Nota

[1] En una carta dirigida a João Gaspar Simões el 14 de Diciembre de 1931, Fernando Pessoa “explica” esta última frase: “La frase pertenecía a El Interregno en su forma original de manifiesto anónimo. El Ministerio del Interior impidió la salida del manifiesto, a no ser que estuviera firmado y convertido en un libro –es decir, en folleto-, ya que así no habría sido necesario (en aquel tiempo) pasar por la Censura que, habiendo sido consultada sobre el manifiesto, había puesto varias objeciones a su publicación. En la revisión que hice, de muy mal humor, ya que me aburrió mucho todo aquello de las autoridades, me olvidé de quitar esa frase que, siendo una insolencia de blague en el manifiesto anónimo, no es más que una nota de mal gusto –del género Shaw o D’Annunzio- en el folleto firmado. Nada más. Soy absolutamente incapaz de escribir, directa y deliberadamente, una frase de ese tipo en circunstancias que no sean las de un lapso, como las que cito. Tengo empeño en destacar esto, no para evitarme una acusación de narcisismo (que no es de lo más carácterístico de mi espíritu, pero en fin, de eso no discuto), sino para no sentirme culpable de una nota de mal gusto y de falta de educación que, en verdad, no calculé. Es una gaffe, si usted quiere (y sí querrá, porque lo es), pero no es la mala educación narcisista que, sin esta explicación, se podría suponer”. Habría que añadir que al referirse al “narcisismo”, Pessoa estaba aludiendo a un ensayo de Simões en el cual éste consideraba al narcisismo como un elemento intrínseco al proceso artístico de Pessoa, así como a otra referencia anterior de Simões sobre su presunta “megalomanía”. Lo curioso, dice Simões, es que él en ninguna parte se había referido específicamente a esta “insolente” frase del Interregno. Cfr. Simões, João Gaspar, Vida y obra de Fernando Pessoa. Historia de una generación, FCE, México, 1996, pp. 449-450 (Nota del traductor)


1 comentario:

Rubén dijo...

no !!! no tu fernando, no tu...