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[Objetivismo científico vs. subjetivismo cristista]

[texto dactilografiado, tal vez 1917]

Antonio Mora


Prefacio a Caeiro

El período presente (actual) de la vida de la humanidad está definido y caracterizado por el predominio de la actividad científica sobre todas las otras formas de actividad; ya sea guiando, con su disciplina, la práctica de la ciencia experimental y la de las ciencias de erudición; ya sea agrandando y multiplicando, con su aplicación, las facilidades de la vida y del confort, que es una segunda vida; sea, con su propia esencia, obligando a la mentalidad de los hombres a abdicar de aquel puesto, donde la religión la pusiera, para subordinar la propia religión a un criterio –sea el de una apologética objetivista, sea el de un pragmatismo utilitario, sea [...]– ya propiamente científico.


Fenómeno naturalmente nacido del incremento natural de los conocimientos, del influjo liberador del renacimiento de las civilizaciones antiguas, del desenclaustramiento geográfico realizado por la influencia de los descubrimientos, del creciente libre ejercicio de la razón y de la especulación por el aumento de la libertad política e individual, la Ciencia rápidamente tomó por su lugar el verdadero templo intimo, el sumo trono, de los espíritus de hoy.

Las generaciones en que se dio este nuevo fenómeno, descienden, sin embargo, de generaciones secularmente impregnadas del espíritu, cuando no de la propia letra, de la civilización cristiana. En uno u otro de sus puntos, la ciencia entra en conflicto con la mentalidad que encontró. Necesariamente objetivista en el método y en los resultados, se contrapone al carácter diversamente subjetivista –pero siempre subjetivista– de las especulaciones y de los sentimientos crististas. Necesariamente fría y dura en sus apreciaciones, se contrapone a las diversas formas de sentimentalidad que constituyen el fondo moral del cristismo. Necesariamente humana en sus designios, pues sus resultados aplicados benefician materialmente a la humanidad, y la actitud mental que deriva de su práctica torna ineptos a quienes la practican para mirar por encima de la humanidad objetiva, se contrapone a toda la teorización específicamente trascendente que caracteriza a la metafísica cristista. No ataca, propiamente, a la metafísica, porque no entra en conflicto con esa actividad del espíritu, que se ejerce más allá de sus fronteras; limita, sin embargo, con varias de las emergencias prácticas de la metafísica, donde el conflicto se establece; y la religión, que es esencialmente una metafísica inmersa en la práctica, vive por eso en la constante repulsa de la mentalidad científica.

Ahora bien, cuando en una sociedad o en una civilización aparece un nuevo elemento que por su naturaleza es antagónico a seculares depósitos mentales, a la estructura adquirida hace tanto tiempo que ya parece natural y propia, del mismo espíritu, el primer acontecimiento mental –y por tanto esencial– que resulta, es la incapacidad de adaptación de esa mentalidad a ese medio nuevamente creado. De aquí, como consecuencia, se sigue un período de transición y de decadencias, de fluctuaciones mentales, de incertezas en los pensamientos como en las obras, antes que la adaptación se dé y el acuerdo se establezca.

Tal el siglo diecinueve y este principio de siglo, no se sabe hasta cuándo, o hasta dónde.

La inadaptación al medio asume tres formas, que verificamos que se dan en nuestro tiempo. La primera es la inadaptación total, y, por tanto, la reacción integral contra las influencias nuevas que, en el momento, representan el espíritu y la tendencia de la civilización. La segunda es la falsa adaptación, esto es, la persistencia del viejo espíritu creyendo, por asumir las apariencias del nuevo, que le vistió el propio cuerpo y no sólo los trajes. La tercera es la adaptación incompleta, cuyo nombre basta para definirla.

Los tres fenómenos de inadaptación distinguen al siglo que pasó y a este en el que vivimos.

La inadaptación total está representada por todas aquellas fuerzas a las que es costumbre llamar reaccionarias; no es sin razón el título, pero el alcance es, en general, mal apreciado, y el apodo cabe a más individuos y a más corrientes que a aquellas a las que usualmente se aplica. Un sistema como la Iglesia Católica no tiene, por ejemplo, razón de existir en un período definido y tipificado por la actividad científica. Su persistencia es una insistencia. Su propia permanencia, por pasiva que fuese, era, ya de sí, una reacción, en el pleno sentido del término. Hasta aquí estarán de acuerdo conmigo los individuos a los que es costumbre designar como avanzados. Pero yo no quiero ese acuerdo. Vamos a extender el examen, y se verá que, como dije más arriba, la aplicación del término «reaccionario» es mucho más amplia de lo que se juzga. Verificamos qué es en el campo religioso; examinemos ahora qué fenómenos corresponden en el campo político. Parecerá, a primera vista, que son reaccionarios, muy simplemente, los sistemas que aboguen, por ejemplo, por el absolutismo regio. El absolutismo regio es, sin embargo, tan solo un tipo de esos sistemas. La esencia de ellos es otra. Si alguna cosa la ciencia impone, como base política, es que se repare en las divergencias nacionales, creadas, primero por situación geográfica, segundo por situación histórica. Todo cuanto se oponga a esta tesis es reaccionario en política. Se comienza a ver cuán amplia es la aplicación del principio, tan pronto como se comienza a profundizar. Otra cosa la ciencia impone en este campo: la necesidad de adaptación al medio, que es la norma general de la civilización. Así, mientras que, por un lado, hace asentar la tesis política en un nacionalismo científico, por otro hace asentar esa tesis en un internacionalismo igualmente científico, representando la adaptación de ese nacionalismo al espíritu de la época.


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