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António Botto y el ideal estético en Portugal

Publicado en la Revista Contemporânea, Nº 3, Lisboa, Julio de 1922

A ntónio Botto es el único portugués, de los que conocidamente escriben, a quien la designación de esteta se puede aplicar sin disonancia. Con un perfecto instinto él sigue el ideal a que se ha llamado estético, y que es una de las formas, si bien la menor, del ideal helénico. Lo sigue, sin embargo, a par de con el instinto, con una perfecta inteligencia, porque los ideales griegos, como son intelectuales, no pueden ser seguidos inconscientemente.

La obra de António Botto, en lo que realmente típica, se resume por ahora, en su último libro, Canciones. Que esa obra se distingue con facilidad de la obra de cualquier otro poeta, portugués o extranjero, todos los que puedan ver, lo pueden ver. Ya no es tan fácil explicar en qué consiste, distintivamente, esa diferencia. Algún interés habrá en determinarlo.


Nace el ideal de nuestra conciencia de la imperfección de la vida. En consecuencia, los ideales posibles serán tantos como modos en los que es posible considerar la vida imperfecta. A cada modo de tenerla por imperfecta corresponderá, por contraste y semejanza, un concepto de perfección. Es a ese concepto de perfección que se da el nombre de ideal.

Por muchas que parezca que deben ser las maneras por que se puede tener la vida por imperfecta, ellas son, fundamentalmente, tan sólo tres. En efecto, hay sólo tres conceptos posibles de imperfección, y, por tanto, de la perfección que se le opone.

Podemos considerar imperfecta alguna cosa simplemente por ser ella imperfecta; es la imperfección que imputamos a un artefacto mal fabricado. Podemos, por el contrario, considerarla imperfecta porque la imperfección resida, no en la realización, sino en la esencia. Será cuantitativa o cualitativa la diferencia entre la esencia de esa cosa imperfecta y la esencia de lo que consideramos perfección; cuantitativa como si dijésemos de la noche, comparándola al día, que es imperfecta porque es menos clara; cualitativa como si, en el mismo caso, dijésemos que la noche es imperfecta porque es lo contrario del día.

Por el primero de estos criterios, aplicándolo al conjunto de la vida, la tendremos por imperfecta por parecernos que falla en aquello mismo por lo que se define, en aquello mismo que parece que debería ser. Así, todo cuerpo es imperfecto porque no es un cuerpo perfecto; toda vida imperfecta porque, durando, no dura siempre; todo placer imperfecto porque lo envejece el cansancio; toda comprensión imperfecta porque, cuanto más se expande, en mayores fronteras confina con lo incomprensible que la cerca. Quien siente de esta manera la imperfección de la vida, quien así la compara con ella misma, teniéndola por infiel a su propia naturaleza, fuerza es que sienta como ideal un concepto de perfección que se apoye en la misma vida. Este ideal de perfección es el ideal helénico, o lo que puede así designarse, por haber sido los griegos antiguos quien más distintivamente lo tuvieron, quienes, en verdad, lo formaron, de quienes, por cierto, él fue heredado por las civilizaciones posteriores.

Por el segundo de estos criterios tendremos la vida por imperfecta por una deficiencia cuantitativa de su esencia, o, en otras palabras, por considerarla inferior: inferior a cualquier cosa, o a cualquier principio, en el cual, en relación a ella, resida la superioridad. Es esta inferioridad esencial la que, en este criterio, da a las cosas la imperfección que ellas muestran. Porque es vil y terreno, el cuerpo muere; no dura el placer, porque es del cuerpo, y por eso vil, y la esencia de lo que es vil es no poder durar; desaparece la juventud porque es un episodio de esta vida pasajera; se marchita la belleza que vemos porque crece en el tallo temporal. Sólo Dios, y el alma, que él creó y se le asemeja, son la perfección y la vida. Este es el ideal al que podremos denominar cristiano, no sólo porque es el cristianismo la religión que más perfectamente lo definió, sino también porque es aquella que más perfectamente lo definió para nosotros.

Por el último de los mismos criterios consideraremos imperfecta la vida por juzgarla consustanciada con la imperfección, esto es, no-existente, porque la no-existencia, siendo la negación suprema, es la absoluta imperfección. Tendremos la vida por ilusoria; no ya imperfecta, como para los griegos, por no ser perfecta; no ya imperfecta como para los cristianos, por ser vil y material; sino imperfecta por no existir, por ser mera apariencia, absolutamente apariencia, vil por tanto, pero vil no tanto con la vileza de lo que es vil, como con la vileza de lo que es falso. Es de este concepto de imperfección que nace aquella forma del ideal que nos es más familiarmente conocida en el budismo, aunque sus manifestaciones hubiesen surgido en la India mucho antes de aquel sistema místico, hijos ambos, él como ellas, del mismo substrato metafísico. Es cierto que este ideal aparece, con formas y aplicaciones diversas, en los espiritualistas simbólicos, u ocultistas, de casi todas las confesiones. Como, sin embargo, fue en la India que sus manifestaciones formales distintivamente aparecieron, podremos ser imprecisos, pero no seremos inexactos, si diéramos a este ideal, por conveniencia, el nombre de ideal indio.

Por la propia naturaleza de su ideal, la civilización helénica es esencialmente la civilización artística. Hacer arte es querer hacer el mundo más bello, porque la obra de arte, una vez hecha, constituye belleza objetiva, belleza acrecentada a la que hay en el mundo. Para que esta actividad interese y preocupe, es necesario que haya un criterio objetivo de belleza o de perfección. Ahora bien, de los tres criterios de perfección sólo el de los griegos tiene objetividad. ¿Qué impulso natural puede tener quien, como el cristiano, tiene el mundo por impuro y malo, y a la vida por vileza y pecado, para crear obras de arte, formas que pertenecen al mundo y a la vida, o quien, como el místico de la India, tiene toda Apariencia por ilusión absoluta, flor que nació marchita en el tallo de la Mentira? Si la creación artística no procediese de un instinto irreprimible en las comunidades civilizadas, nunca habría habido arte indio, ni cristiano. Y el arte cristiano, por cierto, se habría aproximado más a la imperfección estructural y formal del arte indio, si no fuese porque el helenismo es un elemento componente del cristianismo, y porque el arte de los pueblos cristianos, teniendo el de los griegos por ejemplar, se guía, en sus manifestaciones superiores, por los principios asentados como fundamentales por el precepto y el ejemplo de los clásicos.

Hay, sin embargo, otra razón, ésta más emotiva y profunda, para que el ideal helénico sea, de todos, el que más directamente conduce a la creación artística.

El cristiano es metafísicamente feliz. Tiene los ojos del alma puestos en aquella perfección divina en que no hay mudanza ni cesación. Le pesa poco la vileza del mundo: vivir y ver son para él un mal-estar transitorio. Al indio no le duele nada que exista el mundo; voltea el rostro, y contempla en éxtasis el Todo a que ni la Nada falta. Es metafísicamente feliz también.

Otra es la vida espiritual del hombre de ideal helénico. Ese ve que la vida es imperfecta, porque es imperfecta; sin embargo no rechaza la vida, porque es en la misma vida que tiene puestos los ojos. Aun cuando vea en el mundo de los dioses aquella belleza suprema, por la cual tiene ansias, anhela también esa belleza en los hombres. «La raza de los dioses y de los hombres es una sola», dijo Píndaro; a unos debe pertenecer lo que a los otros pertenece. Por eso, de los tres idealistas, es el heleno el único que no puede rechazar aquella vida a que llama imperfecta. Su ideal es, por lo tanto, humanamente más trágico y profundo.

¿Qué resulta de aquí? La carencia de una fe religiosa, de una confianza, moral o metafísica, en el Más Allá, reduce a las almas viles a la materialidad animal, o a la estéril ficción de un milenio del estómago: el socialismo, el anarquismo, y todos los plutocratismos invertidos que se les asemejan; por eso los más escépticos de los griegos y de los romanos nunca pretendieron que se destruyese la fe religiosa de las plebes por necia e irrisoria que la juzgasen. Si es este, sin embargo, el efecto del ideal puramente objetivo en las almas inferiores, en los espíritus superiores, que son los susceptibles de crear, el efecto es otro. No pudiendo buscar consolación espiritual en la religión, fuerza es que la busquen en la vida. ¿Cómo, sin embargo, encontrarla en la vida, si la vida es imperfecta, y lo imperfecto, por su naturaleza, no puede construir ideal, porque el ideal es perfección? Perfeccionando la vida, para que su imperfección les duela menos. ¿Perfeccionándola cómo? Objetivamente no puede ser, porque la acción humana sobre el universo es menos que limitadísima. Es por tanto sólo subjetivamente que se puede perfeccionarla, perfeccionando el concepto y el sentimiento de ella. La consolación y el reposo, en lo que pueden alcanzarse, sólo el Arte, por tanto, los puede dar. El Arte es, en efecto, el perfeccionamiento subjetivo de la vida.

La calma, el equilibrio, la armonía, características distintivas, con otras, que no las no contradicen, del arte griego, prueban bien que no es abusiva la atribución de esta íntima dirección lógica al camino del instinto helénico hacia el ideal estético absoluto.

Cuando el heleno pretende poner en arte su ideal, esto es, cuando el ideal helénico asume el aspecto creador o activo, son tres las formas de manifestación por que se revela.

En la primera, y más alta, de esas formas, el heleno, viendo que la vida es imperfecta, busca crear, él, la perfección, substituyendo con arte la vida; y busca incluir en cada obra, para que la sustitución sea perfecta, o toda la vida o un aspecto supremo de la vida. Es esta la forma intelectual y constructiva del ideal estético absoluto; Homero y Virgilio de los antiguos, Dante y Milton de los modernos, son sus máximos representantes. Las obras de estos poetas muestran la preocupación severa de la perfección absoluta, revelada tanto en la estructuración armónica de un conjunto pleno de significación, cuanto en la ejecución escrupulosa de todos los elementos que lo componen.

En la segunda, e intermedia, de esas formas, el heleno sintiendo que la vida es imperfecta, busca perfeccionarla en sí mismo, viviéndola con una comprensión intensa, viviendo de dentro, con el espíritu, la esencia de lo transitorio y de lo imperfecto. Es esta la forma emotiva y dolorosa del ideal estético absoluto; fue este concepto de la vida el que creó la tragedia, desconocida, como especie emotiva y estética, antes de los griegos.

En la tercera, y menor, de esas formas, el heleno, viendo y sintiendo vagamente la imperfección de las cosas, sin embargo sin fuerza espiritual, ya sea para construir una perfección que las substituya o para consustanciarse emotivamente con su imperfección, decide aceptarlas como si fuesen perfectas, escogiendo en cada una aquel momento, aquel gesto, aquel pasaje que de tal modo colmó nuestra capacidad de sensación que en aquel momento, en aquel gesto, en aquel pasaje, la sentimos perfecta. Es esta la forma sensual del ideal estético absoluto; forma débil, porque no la energiza una reacción de la inteligencia, vacía, porque la emoción no le da cuerpo, pero por eso mismo, porque es estética y nada más, propiamente clasificable de ideal estético, sin cualificación.

¿De qué manera, por qué proceso reconoceremos al esteta, propiamente tal, en su obra? ¿Cuáles son las señales necesarias de la aplicación del ideal estético? ¿Cómo distinguiremos, si se trata de poetas, al esteta del poeta simple, que canta simplemente el placer y la vida, porque no le cabe más en el alma? ¿Cómo distinguiremos al esteta del cristiano rebelado, que procura el pecado sólo porque es pecado, y blasfema, aunque sutilmente, sólo para tener la conciencia de la blasfemia? En otras palabras, ¿cómo distinguiremos al esteta del satánico menor? La distinción no presenta dificultad, desde que nos representemos con claridad en qué consiste necesariamente la aplicación activa del ideal estético.

Si el ideal estético consiste en la consideración vaga de que la vida es imperfecta, y que sólo es perfecta, en un momento feliz, nuestra sensación de ella, fuerza es que esa consideración no alcance un alto grado de absorción metafísica o moral; porque, si fuera altamente metafísica habrá conciencia de más para poder haber ilusión, y, si fuera altamente moral, habrá dolor de sobra para que la ilusión pueda agradar. La primer característica del arte del esteta es, pues, la ausencia de elementos metafísicos y morales en la sustancia de su ideación. Como, sin embargo, los ideales helénicos proceden todos de una aplicación directamente crítica de la inteligencia a la vida, y de la sensibilidad al contenido de ella, esa ausencia de metafísica no será una ausencia de ideas metafísicas, ni esa ausencia de moral una ausencia de ideas morales. Hay una idea que, sin ser metafísica ni moral, hace, en la obra del esteta, las veces de las ideas morales y metafísicas. El esteta pone la idea de belleza en el lugar de la idea de verdad y de la idea de bien, sin embargo da, por eso mismo, a esa idea de belleza un alcance metafísico y moral. La célebre «Conclusión» del Renacimiento de Pater, el mayor de los estetas europeos, es el ejemplo culminante de esta actitud.

En esto se distingue la obra del esteta de la obra del artista simple, en quien los elementos metafísicos y morales están ausentes, no por diferencia de ideal, sino por ausencia de él. Si, sin embargo; el esteta pone la idea de belleza en el lugar de la idea de verdad y de la de bien, lo cierto es que, por eso mismo las substituye por otra, no se interesa por las ideas de bien y de verdad. No es por eso, propiamente, ni escéptico ni inmoral; el propósito de ser escéptico revela una preocupación metafísica, el de ser inmoral una preocupación ética, y el carácter negativo de ambas preocupaciones no las hace menos preocupaciones. En esto claramente se distingue el esteta del mal cristiano decadente, como Baudelaire o Wilde.

Si tenemos presentes estas consideraciones en el análisis del libro de António Botto, no nos será difícil determinar que ese libro representa una de las revelaciones más raras y perfectas del ideal estético, que se pueden imaginar.

Que la sustancia del libro es altamente intelectual, lo revela el estudio cuidado de la forma y el ritmo, la elección severa de los momentos representativos, la falta de espontaneidad emotiva que en cada verso se manifiesta. Todo es pensado, todo es crítico y consciente. No hay, sin embargo, como sería de esperar de una inteligencia tan constantemente aplicada, metafísica ninguna, ni explícita ni implícita, ningún interés por las ideas como tales. Es una inteligencia que dirige, pero no piensa; que comprende, pero no profundiza; que guía, pero no se preocupa. Ni positiva ni negativamente, sugiere el libro Canciones cualquier metafísica. Dos ideas centrales gobiernan la inspiración del poeta, y le sirven de metafísica y de moral. Son las ideas de belleza física y de placer. El análisis del contenido de esas dos ideas, tal cual se nos presentan en las Canciones, revelará inequívocamente al esteta. En el modo como presenta la primera de ellas, el poeta se aparta de toda especie de moralidad; en el modo como presenta la segunda, de toda especie de inmoralidad.

De las tres formas, que podemos concebir, de la belleza física –la gracia, la fuerza y la perfección–, el cuerpo femenino tiene sólo la primera, porque no puede tener la belleza de la fuerza sin quiebra de su feminidad, esto es, sin pérdida de su carácter propio; el cuerpo masculino puede, sin quiebra de su masculinidad, reunir la gracia y la fuerza; la perfección sólo a los cuerpos de los dioses, si existen, es dado tenerla. Un hombre, si se guiara por el instinto sexual, y no por el instinto estético, cantará, como poeta, sólo al cuerpo femenino. Esa actitud representa una preocupación exclusivamente moral. El instinto sexual, normalmente tendiente al sexo opuesto, es el más rudimentario de los instintos morales. La sexualidad es una ética animal, la primera y la más instintiva de las éticas. Sin embargo, como el esteta canta la belleza sin preocupación ética, la cantará por ende donde más la encuentre, y no donde sugestiones externas a la estética, como la sugestión sexual, lo hagan procurarla. Como se guía, pues, sólo por la belleza, el esteta canta preferentemente al cuerpo masculino, por ser el cuerpo humano que más elementos de belleza, de los pocos que hay, puede acumular.

Fue así que pensaron los griegos; fue ese pensamiento el que Winckelmann, fundador del estetismo en Europa, descubriéndolo en ellos, reprodujo, como en el pasaje célebre que Pater transcribió, y que parece hecho para servir de prefacio a un libro como Canciones:

«Como es confesadamente la belleza del hombre la que ha que ser concebida bajo una idea general, así he notado que aquellos que observan la belleza sólo en las mujeres, y poco o nada se conmueven con la belleza de los hombres, raras veces tienen instinto imparcial, vital, innato de la belleza en el arte. A personas como esas la belleza del arte griego parecerá siempre deficiente, porque su belleza suprema es antes masculina que femenina».

Ahora bien, este concepto, puramente estético, de la belleza física es, como todos saben, porque escandalizadamente se remarcó, una de las dos ideas inspiradoras de las Canciones.

Dije que António Botto se aparta de toda moralidad en el modo en que canta la belleza física, y que se aparta de toda inmoralidad en el modo en que canta el placer. ¿De qué modo canta el placer? ¿Qué modo hay de cantar el placer que, sin ser moral (porque si lo fuese, estaríamos fuera del caso estético), se aparte de la inmoralidad?

Para con el placer hay tres actitudes posibles: aceptarlo, rechazarlo, aceptarlo con moderación. A cada una de estas actitudes corresponden grados diversos de moralidad y de inmoralidad, porque puede haber moralidad en el modo de aceptar el placer, e inmoralidad en la manera de rechazarlo. Aquí, sin embargo, se trata de quien acepta el placer, y sólo el placer; no tenemos por tanto que considerar las otras hipótesis.

¿Aceptado el placer, y sólo el placer, de qué modo puede ser aceptado? Puede ser aceptado como alegría, o como forma de la alegría, y es ésta la manera moral, porque es natural, de aceptar el placer. Puede ser aceptado como excitación, como, por así decir, la única forma agradable del dolor, puesto que toda excitación –tomada la palabra en el sentido vulgar, y no en el fisiológico– tiene un fondo de dolor; y es ésta la manera inmoral, porque es antinatural, de aceptar el placer. Puede, finalmente, ser aceptado simplemente como placer, como algo ni alegre ni triste en su esencia, pero como la única cosa que puede llenar el vacío absurdo de la existencia. De este concepto de placer no se puede decir que sea moral ni inmoral, siempre que no se olvide que se está considerando el placer solo, aislándolo de cualquier otro elemento de la vida.

Quien lea con atención normal el libro «Canciones», no tardará en ver, que es este último el concepto que António Botto forma del placer, que es en este sentido de comprenderlo que él lo canta. «Canciones» es un himno al placer, sin embargo no al placer como alegría, ni como rabia, sino simplemente como placer. El placer, como el poeta lo canta, no sirve para despertar la alegría de la vida, ni para suministrar un antídoto a un dolor substancial constante; sirve apenas para llenar un vacío espiritual, para ser concepto de vida a quien no tiene ninguno. Hay en este libro, sí, la intuición del fondo trágico del ideal helénico, del fondo trágico de todo el placer que sabe que no tiene más allá. Esa intuición, sin embargo, si es de lo que es trágico, no es trágica en sí. Este placer no tiene el color de la alegría, ni el del dolor. «La alegría» dijo Nietzsche, «quiere eternidad, quiere profunda eternidad». No es, ni nunca fue así: la alegría no quiere nada, y es por eso que es alegría. El dolor sí es lo contrario de la alegría como la concebía Nietzsche: quiere acabar, quiere no ser. El placer, sin embargo, cuando lo concebimos fuera de relación esencial con la alegría o con el dolor, como lo concibe el autor de este libro, ese, sí, quiere eternidad; sin embargo quiere la eternidad en un sólo momento.

Resulta de estas consideraciones, que me esforcé por hacer lúcidas y concisas, la determinación exacta de que António Botto, en su libro Canciones, se revela como uno de los tipos más perfectos y más íntegros del esteta, que se pueden imaginar.

¿Qué importancia tiene este hecho? La de representar una rareza. El tipo perfecto del esteta es rarísimo en la civilización cristiana, o de origen cristiano, y más que raro, porque, hasta las Canciones, era desconocido en Portugal. La razón de esa rareza, sea en toda Europa, sea en Portugal, y el valor que en ella exista, son relativamente fáciles de comprender.

El ideal estético es, como se vio, una de las formas –la más tenue y vacía– del ideal helénico; pero, por lo mismo que es la más tenue y vacía, es la más explícitamente representativa de aquél ideal. Para que aparezca un tipo de esteta es necesario un medio social análogo al medio social helénico. Pero el medio social europeo, si es cierto que modernamente, y en algunas de sus manifestaciones, de cierto modo se aproxima, tanto cuanto puede ser, al medio social de la Grecia antigua, es en todo caso, radicalmente diferente de él. En consecuencia la aparición en la Europa moderna de un tipo íntegro de esteta sólo puede darse por un desvío patológico, esto es, por una inadaptación estructural a los principios constitutivos de la civilización europea en que vivimos.

Este desvío patológico es, sin embargo, en el caso de los grandes estetas europeos el elemento que los predispone a su estetismo, aunque, por eso mismo, lo hace de un modo radical; a dicho desvío se añade una sumersión prolongada del espíritu en la atmósfera helénica, que le crea un perpetuo contacto, aunque sólo intelectual, con la Grecia antigua y sus ideales. Por la acción de este segundo elemento sobre el primero desabrocha el esteta. Son de este origen los estetismos de Winckelman y de Pater, casi, en verdad, los únicos tipos exactos del esteta que la civilización europea puede presentar. Como, sin embargo, este estetismo tiene una base cultural, resulta, que tiene la plenitud y la amplitud que distinguen a todos los productos culturales, en contraposición a los naturales semejantes suyos, y por eso de algún modo transciende la estrechez específica del ideal estético, sin todavía dejar de pertenecerle.

Como los elementos culturales son enteramente negativos en la obra de António Botto, nos vemos forzados a afirmar que su estetismo nace de un simple desvío patológico, sin solicitación cultural eficiente. Este proceso de ser esteta presenta una singularidad notable: es un desvío patológico sin desequilibrio, porque todos los ideales griegos (y por tanto el estético, que es uno de ellos) son esencialmente equilibrados y armónicos. Ahora, un desvío patológico equilibrado es una de dos cosas: genio o talento. Ambos fenómenos son desvíos patológicos, porque, biológicamente considerados, son anormales; sin embargo no son sólo anormales porque tienen una aceptación exterior, teniendo, por tanto, un equilibrio. A ese desvío equilibrado se llamará genio cuando es sintético, talento cuando es analítico; genio cuando resulta de la fusión original de diversos elementos, talento cuando procede del aislamiento original de un solo elemento.

Dentro del ideal estético, los casos de Winckelmann y de Pater representan el genio, porque la tendencia hacia la realización cultural inmanente en su estetismo ingénito es, por su naturaleza, sintética, el caso de António Botto representa el talento, porque el ideal estético, dada su estrechez y vacuidad, representa ya el sentido estético aislado de todos los otros elementos psíquicos, y, en el caso de António Botto, esteta simple, ese aislamiento no se modifica, como en el estetismo culto, por el reflejo en él de la multiplicidad de los objetos de cultura.

Tenemos, pues, por demostración severamente conducida, que el libro Canciones es una obra de talento, teniendo, además de ese, el valor accesorio y especial de ser el único ejemplo, que yo sepa, en la literatura europea, del aislamiento espontáneo y absoluto del ideal estético en toda su vacía integridad.

Aparte este valor, que pertenece en absoluto a dicha obra, esto es, como obra y no como obra en portugués, el libro Canciones tiene, para nosotros en Portugal, otro aspecto de valor, ya de orden relativo. Y es que es el único ejemplo en Portugal de realización literaria, de cualquier especie, del ideal estético. Fácilmente lo verificará quien haya leído con atención lo que establecimos sobre las características del esteta. Artistas han habido muchos en Portugal; estetas sólo el autor de las Canciones.

Fernando Pessoa


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