Creative Commons License

[Los poetas y la cultura]

[texto dactilografiado, tal vez 1924]


L

a inteligencia elabora elementos venidos del exterior, esto es, trabaja sobre datos de los sentidos. Estos datos son de tres especies: los que son propiamente sensaciones, datos directos de los sentidos; los que resultan de la transmisión directa de sensaciones e impresiones ajenas, recogidas en la convivencia social; y los que resultan de influencias indirectas, impresiones recogidas en libros, en museos, en laboratorios. Los datos directos de los sentidos son, en sí mismos, necesariamente limitados, pues cada uno de nosotros es sólo quien es: no ve sino con los propios ojos, ni oye sino con los propios oídos. No vemos ni oímos bien y profundamente sino cuando la inteligencia, ampliada por los otros dos factores o por cualquiera de ellos, amplia nuestras sensaciones, con las cuales insensiblemente colabora. Vemos y oímos mejor –en el sentido de más completa e interesantemente– cuanto más amplia e informada es la inteligencia que está por detrás de nuestro ver y oír. Por eso con razón dijo Blake: “Un necio no ve el mismo árbol que ve un sabio.” (Un necio y un sabio no ven el mismo árbol)

Se sigue, pues, que los datos del exterior serán tanto más completos y sugestivos cuanto mayor fuere la formación de la inteligencia por las impresiones recogidas en la convivencia social, o por las impresiones recogidas en libros, museos, en laboratorios. A la suma de las primeras impresiones la llamamos vulgarmente experiencia, cultura a la suma de las segundas. Estos dos elementos, directo e indirecto, se reflejan uno en el otro: la convivencia social será un elemento importante o no en la formación mental conforme la cultura de la sociedad con que se convive. La cultura es el elemento importante; sea que se reciba directamente, por la lectura o el estudio, sea que se reciba indirectamente, por la convivencia con los que la tienen. “Sólo un necio”, dijo Bismarck, “aprende por la experiencia; yo aprendí siempre de la experiencia ajena”.

La cultura, sin embargo, no es un resultado inevitable; no existe si no hay en el individuo la capacidad de cultura, y existe en el individuo, como resultado, en la proporción en que existe esa capacidad. La cultura es un alimento mental, y el alimento, para que nutra, tiene que ser asimilado. Así, a quien denominamos hombre culto es a aquél que posee la capacidad de asimilar cultura, de transformar las influencias culturales en materia propia de su espíritu, y que de hecho adquiere esas influencias. Por lo demás, la capacidad de cultura lleva al individuo inevitablemente a procurar cultura.

Hay tres tipos de cultura: la que resulta de la erudición, la que resulta de la experiencia trasladada, y la que resulta de la multiplicidad de intereses intelectuales. La primera es producida por el estudio paciente y constante, por la asimilación sistematizada de los resultados de ese estudio. La segunda es producida por la rapidez y profundidad naturales del aprovechamiento de lo que se lee o ve y oye. La tercera es producida, como se dijo, por la multiplicidad de intereses intelectuales: ninguno será profundo, ninguno será dominante, pero la variedad agrandará el espíritu. De todas, daremos ejemplos de que existieron en tres grandes poetas: vemos la primera en Milton, que se preparó conscientemente para su obra poética –cualquiera que hubiese de ser, pues de joven no sabía cuál sería– por la posesión del griego, del latín, del hebreo y del italiano (en todos los cuales no sólo leía, sino escribía), y por el estudio de los clásicos en las dos primeras lenguas. Vemos la segunda en Shakespeare, persona poco leída y estudiada, pero intenso y profundo en aprovechar todo lo que veía y oía, a punto de involuntariamente simular una erudición que verdaderamente no tenía. Vemos la tercera en Goethe, que ni tenía la erudición de Milton ni la ultra-asimilación de Shakespeare, pero cuya variedad de intereses, abarcando todas las artes y casi todas las ciencias, compensaba en universalidad lo que perdía en profundidad o absorción.

Un poeta que sepa lo que son las coordenadas de Gauss tiene más probabilidades de escribir un buen soneto de amor que un poeta que no lo sepa. No hay en esto más que una paradoja aparente. Un poeta que se dio al trabajo de interesarse por una dificultad matemática tiene en sí el instinto de la curiosidad intelectual, y quien tiene en sí el instinto de la curiosidad intelectual recogió por cierto, en el decurso de su experiencia de la vida, pormenores del amor y del sentimiento superiores a los que podría haber recogido quien no es capaz de interesarse sino por el curso normal de la vida que lo afecta: el comedero del oficio y la correa de la sumisión. Uno está más vivo que el otro por lo menos como poeta: de ahí la relación sutil entre las coordenadas de Gauss y la Amaryllis del momento.

Uno es un hombre que es poeta, el otro un animal que hace versos.

No hay comentarios: