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[Prefacio para la edición proyectada de sus obras]

[texto dactilografiado, tal vez 1930]

La obra completa, cuyo primer volumen es este, es de sustancia dramática, aunque de forma diversa: aquí de pasajes en prosa, en otros libros de poemas o de filosofías.

No sé si es un privilegio, o una enfermedad, la constitución mental que la produjo. Lo cierto, sin embargo, es que el autor de estas líneas –no sé bien si el autor de estos libros– nunca tuvo una sola personalidad, ni nunca pensó ni sintió, sino dramáticamente, esto es, en una persona o personalidad supuesta, que con más propiedad que él mismo pudiese tener esos sentimientos.

Hay autores que escriben dramas y novelas; y en estos dramas y en estas novelas atribuyen a las figuras que las pueblan sentimientos e ideas, que muchas veces se indignan si son tomados por sentimientos o ideas suyas. Aquí la sustancia es la misma, aunque la forma sea diversa.

A cada personalidad más detenida, que el autor de estos libros consiguió vivir dentro de sí, él dio una índole expresiva, e hizo de esa personalidad un autor, con un libro, o libros, con las ideas, las emociones, y el arte de los cuales, él, el autor real (o por ventura aparente, porque no sabemos qué es la realidad), nada tiene que ver, salvo el haber sido, al escribirlas, el médium de figuras que él mismo creó.

Ni esta obra, ni las que le seguirán tienen nada que ver con quien las escribe. Él no está de acuerdo con lo que en ellas va escrito, ni está en desacuerdo. Como si le fuese dictado, escribe; y, como si le fuese dictado por quien es amigo, y por tanto con razón le solicita que escriba lo que dicta, halla interesante –tal vez sólo por amistad– lo que, dictado, va escribiendo.

El autor humano de estos libros no conoce en sí mismo personalidad ninguna. Cuando acaso siente una personalidad emerger dentro de sí, temprano ve que es un ente diferente del que él es, aunque parecido; hijo mental, tal vez, y con cualidades heredadas, pero con las diferencias de ser otro.

Que esta cualidad en el escritor sea una forma de la histeria, o de la llamada disociación de la personalidad, el autor de estos libros ni lo contradice, ni lo apoya. De nada le serviría, esclavo como es de la multiplicidad de sí mismo, acordar con esta o con aquella teoría sobre los resultados escritos de esa multiplicidad.

Que este proceso de hacer arte cause extrañeza, no sorprende; lo que sorprende es que haya alguna cosa que no cause extrañeza. Algunas teorías, que el autor presentemente tiene, le fueron inspiradas por una u otra de estas personalidades que, un momento, una hora, unos tiempos, pasaron consubstancialmente por su propia personalidad, si es que ésta existe.

Afirmar que estos hombres todos diferentes, todos bien definidos, que le pasaron por el alma incorpóreamente, no existen, no puede hacerlo el autor de estos libros; porque no sabe qué es existir, ni cuál, Hamlet o Shakespeare, es más real, o real en verdad.

Estos libros serán, por el momento, los siguientes: primero, este volumen, Libro del Desasosiego, escrito por quien dice de sí mismo llamarse Vicente Guedes; después El Guardador de Rebaños y otros poemas y fragmentos del (también, y del mismo modo, fallecido) Alberto Caeiro, que nació cerca de Lisboa en 1889 y murió donde naciera en 1915. Si me dijeran que es absurdo hablar así de quien nunca existió, respondo que tampoco tengo pruebas de que Lisboa haya alguna vez existido, o yo que escribo, o cualquier cosa que sea.

Este Alberto Caeiro tuvo dos discípulos y un continuador filosófico. Los dos discípulos, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, siguieron caminos diferentes; el primero intensificando y volviendo artísticamente ortodoxo el paganismo descubierto por Caeiro, y el segundo, basándose en otra parte de la obra de Caeiro, desarrollando un sistema enteramente diferente, y basado enteramente en las sensaciones. El continuador filosófico, Antonio Mora (los nombres son tan inevitables, tan impuestos desde afuera como las personalidades), tiene uno o dos libros por escribir, donde probará completamente la verdad, metafísica y práctica, del paganismo. Un segundo filósofo de esta escuela pagana, cuyo nombre, sin embargo, todavía no apareció en mi visión o audición interior, dará una defensa del paganismo basada enteramente en otros argumentos.

Es posible que, más tarde, otros individuos de este mismo género de verdadera realidad, aparezcan. No lo sé; pero serán siempre bienvenidos a mi vida interior, donde conviven mejor conmigo de lo que yo consigo vivir con la realidad externa. Excuso decir que estoy de acuerdo con parte de sus teorías y que no estoy de acuerdo con otras partes. Estas cosas son perfectamente indiferentes. Si ellos escriben cosas bellas, esas cosas son bellas, independientemente de cualquier consideración metafísica sobre sus autores “reales”. Si, en sus filosofías, dicen cualesquiera verdades –si verdades hay en un mundo que es no haber nada– ellas son verdaderas independientemente de la intención o de la “realidad” de quien las dijo.

Volviéndome así, cuando menos un loco que sueña alto, y cuando más, no un solo escritor sino toda una literatura, si no contribuyese a divertirme –lo que para mí ya sería bastante– tal vez contribuya a engrandecer el universo, porque quien, al morir, deja escrito un verso bello deja más ricos los cielos y la tierra y más emotivamente misteriosa la razón de que haya estrellas y gente.

¿Con una falta tal de literatura, como hay hoy, qué puede un hombre de genio hacer sino convertirse, él solo, en una literatura? ¿Con una falta tal de gente co-existible, como hay hoy, que puede un hombre de sensibilidad hacer sino inventar sus amigos, o, cuando menos, sus compañeros de espíritu?

Pensé, primero, en publicar anónimamente, en relación a mí, estas obras, y, por ejemplo, establecer un neopaganismo portugués, con diversos autores, todos diferentes, colaborando en él y agrandándolo. Pero, además de ser demasiado pequeño el medio intelectual portugués, para que (aun sin confidencias) la máscara se pudiese mantener, era inútil el esfuerzo mental necesario para mantenerla. Tengo en mi visión, a la que llamo interior sólo porque llamo exterior a determinado “mundo”, plenamente fijas, nítidas, conocidas y distintas, las líneas fisonómicas, los rasgos de carácter, la vida, la ascendencia, en algunos casos la muerte, de estos personajes. Algunos se conocieron entre sí; otros no. A mí, personalmente, ninguno me conoció, excepto Álvaro de Campos. Pero, si mañana yo, viajando por América, encontrase súbitamente la persona física de Ricardo Reis, que a mi modo de ver, allí vive, ningún gesto de sorpresa me saldría del alma hacia el cuerpo; estaría todo en su lugar, pero, antes de eso, ya estaba en su lugar. ¿Qué es la vida?


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