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Ensayo sobre el drama

Fragmento introductorio de la última versión del mismo ensayo incompleto

[tal vez 1915-1916]


I

E
l drama, como totalidad objetiva, se compone orgánicamente de tres partes: de los personajes o caracteres; de la interacción de esos personajes; y de la acción o fábula, por medio y a través de la cual esa interacción se realiza, esos personajes se manifiestan. Producto subjetivo así compuesto, el drama proviene de tres cualidades: del instinto psicológico, que crea e informa los caracteres, y luego los va descubriendo unos por medio de otros; del instinto dramático, que inventa o renueva la fábula, y dispone su prosecución; del instinto artístico, que ordena la operación de los otros dos tanto en la construcción armónica del todo, como en la ejecución formal de cada parte.
Al dramaturgo, para que por naturaleza lo sea, le son necesarios estos tres instintos; y, si el nombre ha de valer como elogio, uno u otro tiene que existir en él en grado notable. Convendría, por cierto, que en él existiesen todos, no sólo en grado notable, sino también en el mismo grado; para que la obra fuese, al mismo tiempo, inspirada y armónica. Pero la imperfección de la naturaleza humana no permitió todavía que naciese un ingenio tal; sería acaso un monstruo de perfección, el monstrum vitio carens, del poeta. Existió, sí, un Shakespeare, psicólogo sin igual, pero artista irregular y dramatista imperfecto; existió un Moliere, gran dramatista, pero artista y psicólogo insuficiente; y hubo otros a los que no olvido, pero omito. Sólo de los griegos, por el instinto de armonía que los distinguió como pueblo, surgió quien, en un nivel que en psicología no es el de Shakespeare, ni en el arte de acción podía ser el de Moliere, reuniese aquellas tres cualidades –predominando, no obstante, la artística– en casi igual plenitud.

II
A aquellas tres cualidades las llamamos instintos, como, con diferente propiedad, las podríamos haber llamado intuiciones. Intentamos, en primer lugar, emplear un término por el que inmediatamente se viese que son, no facultades distintivas de la inteligencia, movidas exteriormente por la voluntad, y por eso, como no sufren alteración, impotentes para exceder los límites propios de la inteligencia, que por naturaleza comprende pero no crea; sino aplicaciones diferentes de la propia inteligencia, que, informada por impulsos distintos en índole, se consubstancia con ellos, para que operen, tomando de cada uno su distinción especial, como también su cualidad genérica, que es la de crear.
Si de los dos términos aplicables elegimos, como mejor, el de instinto, fue porque a esta razón se unió todavía otra. No existe dramaturgo verdadero sin que exista en él en grado notable una u otra de aquellas cualidades; y son necesariamente, como acabamos de ver, no facultades de la inteligencia, sino disposiciones de la índole. Cuando, sin embargo, una disposición de la índole existe en nosotros en grado notable, y de modo, por lo tanto, que determina el carácter y las inclinaciones, esa cualidad, por ser tal, denota que es una fijación de la hereditariedad, aunque lo sea por variación, y que por eso en todo se asemeja –es más, se identifica– al instinto.
Como los tres instintos del dramaturgo, además de lo que es común a todos los instintos, tienen, de propio, vista su aplicación, su necesaria utilización de la inteligencia, podremos llamarles con exactitud instintos intelectuales. Con el empleo de este término no olvidaremos, ni que son instintos, para que constantemente opongamos su operación a la operación de la inteligencia, cuando la mueva sólo la voluntad consciente; ni que son intelectuales, para que, cuando esa oposición se haga, no se olvide que es la substancia de la cualidad operante, y no el medio por el que opera, por donde se distingue de la inteligencia.

III
Cuando, guiados por estos principios (¿y por qué otros, que no sean estos, nos guiaríamos?), nos proponemos determinar, como críticos, cuál es el valor de un dramaturgo o de una obra dramática, tenemos que emprender una doble investigación. Investigaremos, primero, si en verdad se trata de un dramaturgo, o si se trata sólo de un escritor dramático; o, en otras palabras, si el dramaturgo es de instinto o de inteligencia; si la obra, producto de un impulso natural de la índole, puede, puesto que lo es, significar un valor de su género, o si, simple composición de la inteligencia, de ningún modo puede ser más, en el género a que pertenece, que una habilidad de la literatura, bien desempeñada, no obstante, en lo que en ella sea extraño a ese género.
Una vez hecha esta primera determinación, y cuando de ella resulte que la obra, en efecto, proviene del instinto y no de la inteligencia, tendremos que determinar la fuerza del instinto que se movió para producirla, con lo que tendremos determinado el valor del autor, como dueño de ese instinto.
Pero es necesario que a esta investigación especial y concreta la preceda otra, genérica y abstracta, doble como aquélla: ¿cuál es la señal necesaria, por la cual se distingue objetivamente un producto del instinto de una composición de la inteligencia? ¿Cuál la señal de gradación, por la que medir, en un producto del instinto, la cantidad o fuerza del instinto que lo produjo?
Vamos a hacer esta investigación y, en uno y otro caso, una vez hecha en lo genérico, daremos su aplicación especial al caso del arte dramático. Señores, finalmente, de los principios que de ella resulten, podremos evitar un poco que el defecto virtual de la critica –que es el de ser naturalmente subjetiva– nos desvíe de un criterio, en todo lo posible, objetivo y científico.

IV
Antes, sin embargo, que penetremos en el desarrollo mismo del asunto, no será tal vez superfluo que suministremos algunos esclarecimientos, para que, en el curso de la lectura de lo que siga no queden dudas y objeciones que finalmente procedan, ya sea del mal entendimiento de los términos que se emplean, ya sea del conocimiento imperfecto de los límites a los que esta disertación forzosamente tiene que ajustarse.
El término «drama», como hasta aquí lo utilizamos, sirvió para designar el género y no cualquiera de sus especies. Como lo que se diga del género forzosamente se podrá aplicar a la especie, lo que digamos del drama podrá entenderse tanto de la especie trágica como de la cómica, de la especie en prosa como de la especie en verso, de la directa o representativa, que trata de las acciones humanas y de la vida real, como de la transferida o simbólica, en que ni los personajes son propiamente humanos ni la acción humanamente posible. No trataremos el drama de este modo. Como no nos proponemos escribir aquí un tratado del drama, indicando todas sus especies y atribuyendo a cada una sus distinciones propias, sino solamente hacer un estudio, cuya aplicación final tiene que convenir a un drama representativo, nos ocuparemos especialmente de las características de esa especie del drama. En lo sucesivo, por lo tanto, cuando escribamos «drama», en muchas ocasiones se podrá entender el género, en todas, aquella especie.
También los términos «instinto» e «inteligencia», de cuya distinción ya dimos fe, serán diferenciados con mayor exactitud en los capítulos que van a leerse; no es menester, por lo tanto, ni sería oportuno, que ahora esclareciésemos mejor en qué se distinguen. Como, sin embargo, al hacer la distinción exacta entre esas dos cualidades, tendremos en vista una aplicación especial, no nos ocupará establecer entre instinto e inteligencia la distinción completa, propia de un estudio destinado exclusivamente a ese fin. Avisados, sí, que estudiaremos el drama, y que para ese fin estudiamos los instintos intelectuales, de cuya operación él procede, atenderemos, incluso en la distinción general, menos a lo que ella genéricamente consiste, que a lo que se manifiesta en los actos intelectuales, ya sean de comprender o de inventar.
Dicho esto, para que sólo pueda no comprender quien no pueda comprender, podemos dar curso a la investigación que nos ocupa.

V
La inteligencia y el instinto se distinguen de acuerdo a los objetos a que se aplican; a los medios de los que se sirven para esa aplicación; y a los fines a que propiamente se destinan. La distinción primaria reside, no obstante, en la naturaleza de sus fines.
La inteligencia, como tiene por fundamento la consciencia, tiene por finalidad el conocimiento o comprensión, que es con lo que se define la consciencia; el instinto, como tiene por fundamento la vida, tiene por finalidad la acción, que es donde la vida se manifiesta. Por eso, la inteligencia tiene por propio el ser pasiva y receptiva como la consciencia; lo propio del instinto, dado que tiene como fin la acción, es ser activo y creador. La inteligencia, aun cuando, como cuando elabora o dispone, en cierto modo crea, no manifiesta en sus productos otras características que no sean las que la distinguen como cualidad esencialmente pasiva. El instinto, incluso cuando, como en el conocimiento intuitivo, en cierto modo comprenda, no revela en su comprensión otras características que no sean las que lo distinguen como cualidad esencialmente activa.
Hecha esta distinción en cuanto a los fines, por medio de ella inmediatamente se realiza la distinción en cuanto a los objetos, implícito como está el conocimiento del objeto al que una cualidad necesariamente se aplica, en el conocimiento del fin a que ella necesariamente se destina.
Como su fin es comprender, la inteligencia tiene por objeto lo universal o general; como su fin es operar, el instinto tiene por objeto lo particular. No puede haber comprensión –y por eso se dice que no hay ciencia– de lo particular, puesto que el único acto de conciencia que puede haber de lo particular absoluto es la sensación absolutamente simple. Tampoco puede haber acción sobre lo general, puesto que, siendo lo general abstracto, la acción sobre lo general sería la simple intención de operar, la acción sólo en virtualidad.
Puesto que tiene por objeto lo universal, la inteligencia tiene por cualidad la extensión; como tiene por objeto lo particular, el instinto tiene por cualidad la intención. Y la inteligencia, como cuanto más fuerte más extensa, cuanto más fuerte sea, más lenta tendrá que ser. El instinto, por el contrario, como cuanto más fuerte más intenso, cuanto más fuerte sea, más rápido será. Sin embargo, sólo es necesario que nos ocupemos de los dos primeros pormenores de esta distinción, ya que en la obra de arte le temps ne fait rien à l’affaire.
Aplicando este criterio, en relación con un objeto a comprender o un producto de comprender, para distinguir las operaciones de la inteligencia y del instinto, tenemos que la inteligencia, como por naturaleza es extensa y asciende a lo universal, cuanto mayor sea, con mayor número de objetos relacionará aquel que la ocupa; mientras que el instinto, cuanto mayor sea, y por eso más intenso y concentrado, con menor número de objetos relacionará aquel al que se aplica, y más completamente lo considerará aislado. El instinto, pues, cuanto más fuerte sea, más pronta y exclusivamente se percatará de la esencia del objeto, puesto que lo considera en sí mismo; la inteligencia, cuanto más fuerte sea, más seguramente resolverá el objeto en un sinnúmero de ligaciones y de referencias, aproximándose, sí, a sus causas y efectos, pero, apartándose de su esencia. Por esto se da el caso, tantas veces visto como hallado extraño, de que un intuitivo penetre con tamaña seguridad en la comprensión de un asunto, del que un inteligente, por más que lo considere, y por más que acierte con los accidentes, no alcanza la esencia verdadera.
Se distingue, pues, el producto, que es primariamente del instinto, de aquel que es de la inteligencia, en que, en el primero, lo esencial está con certeza obtenido, lo accesorio o accidental posiblemente por obtener; mientras que, en el segundo, lo accesorio está más o menos expreso, lo esencial necesariamente por expresar.
Podemos, ahora ya aplicando este principio al arte dramático, establecer en qué se distingue el drama, producto del instinto, del drama, composición de la inteligencia.
Tres son, como vimos al comienzo, las partes objetivas del drama, y a las objetivas tenemos que atender, considerando un producto acabado; son ellas los personajes, la interacción de los personajes y la fábula.
Lo esencial, en cuanto a los personajes, es que sean naturales y humanos, y, como ellos se manifiestan por el dialogo, la primera virtud del dramaturgo, en este punto, es que escriba un dialogo natural; en cuanto a la interacción de los personajes, que provenga de sus caracteres, y no de la fábula, que debe ser la condición, y no la causa, de la interacción; en cuanto a la fábula, que parezca proceder de la interacción de los caracteres y no de la invención del autor, acontecer porque ellos existen y no para que ellos existan; que parezca, en verdad, ser, no fábula, sino vida.
Parece, sin duda, que estos requisitos objetivos de los instintos dramáticos, como son fáciles de exponer, serán también fáciles de alcanzar; pensareis que una inteligencia prudentemente aplicada conseguirá, sin gran esfuerzo, su ejecución. Como en todo lo que es del instinto, así parece y así no es. Considerad, con critica segura, cualquier drama vulgarmente célebre; veréis cuan pocas veces el dialogo, la interacción, la acción, son como en la vida, cuan pocas veces la producción dramática presenta aquellas señales necesarias del producto del instinto. Escritores inteligentes hay muchos, porque hay muchos hombres inteligentes, y que lo son todavía más por cultivados; el dramaturgo de instinto, sin embargo, tiene que nacer tal, y la naturaleza es menos pródiga de valores, que los hombres de la imitación de ellos.
Se verá esto mejor reparando, después de hacerlo en los rasgos esenciales del drama, en sus accesorios. Son accesorios principales del drama: en cuanto a los personajes, que su dialogo sea en lenguaje inteligible y, cuanto quepa, bueno; en cuanto a la interacción de los personajes, que no sea absurda en cuanto a sus motivos; en cuanto a la fábula, que sea plausible y, cuanto pueda ser, nueva. Esto, sí, lo podréis encontrar, no sólo, con otras cualidades, en los dramaturgos de instinto que sean también cultivados, sino también, sin esas otras, en los buenos escritores que la inteligencia, no el Destino, hizo dramaturgos.

VI
Probado que un dramaturgo lo es de instinto, no está con eso probado que tenga valor como dramaturgo, sino solamente que puede tenerlo. Que sea de instinto es la condición del valor, no el valor mismo. Determinadas ya, por lo tanto, las señales necesarias, por las cuales se reconoce, de inmediato, el producto del instinto, cabrá ahora descubrir cuál pueda ser el criterio seguro, por el cual, en dicho producto, se distinga lo mayor de lo menor, se determine, de un instinto y por eso de su dueño, cuánto vale y por qué lo vale.
Nos servirá de guía en ese descubrimiento la distinción que falta hacer respecto a la inteligencia y al instinto; se trata de la distinción que hay entre ellos en cuanto a los medios de que se sirven.
La inteligencia, como tiene por objeto lo universal o general, tiene necesariamente por medio lo particular; ¿cómo alcanzaría lo universal, sino partiendo de lo particular, que extrae de la sensación, en que se apoya, y que sólo de lo particular tiene conocimiento? El instinto, como tiene por objeto lo particular, forzosamente tiene por medio lo general; ¿pues cómo procuraría lo particular, si no se guiase por lo general, que extrae de la inteligencia, por la que se manifiesta, y que sólo en lo general tiene aplicación?
Como, pues, tiene por medio lo particular y por naturaleza la extensión, la inteligencia se alimenta con cuanto de particular la amplíe y la desenvuelva, y le brinde mayor facilidad para generalizar: ideas particulares, hechos concretos, sensaciones definidas, con las que la memoria se llena y el raciocinio se instruye. El instinto, por el contrario, como tiene por medio lo general y por cualidad la intención, se alimenta con cuanto de general lo concentre y lo defina, y le brinde mayor exactitud para operar: no hechos, sino resultados; no sensaciones, sino estímulos; no ideas particulares, sino generales.
Como la inteligencia tiene por objeto lo universal o general y la extensión por cualidad, su valor o fuerza residirá en la amplitud con que se generalice; como, sin embargo, tiene la propiedad de ser pasiva y de recibir todos los hechos o ideas particulares que la sensación le entregue, y como no todos ellos convendrán a las generalizaciones que haya de hacer, se deduce que no hay entre aquello en que consiste su fuerza y aquello en que consiste su experiencia una correlación perfecta, puesto que no las ideas particulares que recibe sino el uso que hace de ellas, denota esa fuerza.
El valor del instinto, como tiene por objeto lo particular y por cualidad la intención, consiste en la completitud con que se apodere, en el objeto particular hacia el que tiende, de su esencia, que es lo que denota como particular. Como lo que denota una cosa como particular es la idea general que define la especie a que ese particular pertenece, y como la esencia de un objeto, limitada por naturaleza, necesariamente se define por un número limitado de ideas generales, el instinto tanto más completamente se apoderará del objeto, cuanto más completamente tenga la posesión de las ideas generales posibles, que especialmente convengan al fin de definir la esencia de ese objeto. Y como el instinto es por naturaleza activo, y por eso no sólo procura, en vez de recibir, la experiencia, sino que procura sólo la que le conviene, rechazando por inútil toda otra, el número de ideas generales, de entre las posibles, convenientes a su fin, que haya aprendido, dependerá de su fuerza, y por eso de la fuerza con que haya tendido hacia ese fin, y haya procurado, por tanto, los medios para conseguirlo. Vemos, pues, que la completitud con la que se apodere de la esencia del objeto particular a que se aplique, y el número de ideas generales, de las posiblemente convenientes a su fin, que manifieste, sirven indiferentemente para denotar el valor o fuerza de un instinto. Por eso, mientras que en la inteligencia es el uso del contenido, y no el contenido, el que denota la fuerza; en el instinto el contenido y su uso son exactamente correlativos, o coextensos, pudiendo por lo tanto denotarlo cualquiera de ellos. Y, como de estas dos señales del valor, es el contenido –dado que consiste en ideas generales que el uso forzosamente manifestó– la señal verdaderamente objetiva, tenemos que, para investigar el valor de un instinto, nos servirá de indicio segurísimo el número de ideas generales de entre las posibles, convenientes a su fin, de las que ese instinto muestre haberse aprovechado.

VII
De las dos partes que componen esta distinción, la que se refiere a la inteligencia habrá sido bien comprendida; la que se refiere al instinto puede que, por más abstrusa, lo haya sido menos, y como, para el fin a que miramos, nos importa sobre todo comprender bien lo que aquí se esclareció del instinto, juzgamos apropiado el momento para, por medio de un ejemplo simple, y siguiendo todo el camino de lo que tuvimos ocasión de afirmar sobre el instinto, hacer clara, del todo, la explicación. Sírvanos de ejemplo el instinto de comer. El instinto de comer tiene por finalidad operar: la operación, o acción, de comer. Tiene por cualidad la intención, porque el más seguro instinto de comer será aquel que más seguramente escoja para comer sólo aquello que sirva para ser comido; no la extensión, puesto que de un maniático que, además de lo que todos comen, comiese tierra, no diríamos que tiene un instinto de comer más perfecto que un hombre vulgar. Tiene por objeto lo particular, porque lo que se come ha de ser una cosa particular, o concreta; quedaría, por cierto, mal alimentado quien cenase pan virtual y la idea de carne. Tiene por medio lo general, porque escoge, entre todas las cosas, aquellas que tienen en común la propiedad de servir para ser comidas, esto es, aquellas a las que es común la idea general de comestibilidad; y a esta idea general ese instinto agrega, la mayor parte de las veces, algunas otras, como la de palatabilidad [1], la de utilidad, etc. Pero esas ideas generales no podrán ser muy numerosas, porque la esencia del objeto, la de servir para ser comido, es, como tal, limitada. Por último, el más perfecto instinto de comer se mide por la aplicación, por quien lo posee, del mayor número de ideas generales posibles, que convengan al fin de comer, esto es, a definir la esencia de un objeto relativamente a que sirva para ser comido. Quien, en comer, se guíe sólo por la comestibilidad, tendrá un instinto de comer inferior a quien se guíe también por la palatibilidad; y así sucesivamente. No será tal vez superfluo añadir que, al guiarse por estas ideas generales, el instinto –como difiere de la inteligencia, y por eso no es, en substancia, consciente– hace de ellas un uso inconsciente; no sabe que son ideas, ni que son generales, ni que las aprendió, ni que hubiera de aprenderlas. Como, no obstante, las ideas generales son objeto de la inteligencia –y por eso dijimos que el instinto las extrae de la inteligencia, aunque no entendiésemos que lo hiciera conscientemente–, y como por lo tanto no sólo el instinto, e inconscientemente, sino también la inteligencia, y conscientemente, puede aprenderlas y aplicarlas, cabrá todavía explicar cómo se pueden distinguir, en un mismo producto en que colaboren instinto e inteligencia, cuáles son, de las ideas generales que aparezcan aplicadas, las que provienen de aquél, cuáles las que proceden de ésta. Sabedores ya de lo que en el producto del instinto se distingue de aquel que la inteligencia realiza, no sufrirá duda que, de las ideas generales, convenientes a cierto fin, que aparezcan en el producto, serán del instinto las que estuvieren integradas en lo que en el producto es esencial, serán de la inteligencia las que simplemente se encuentren ligadas a los accesorios de él, o constituyéndolos. Dicho esto, podremos entrar en la aplicación especial de lo que genéricamente se estableció.

VIII
Tenemos, pues, que el valor o fuerza de un instinto se mide objetivamente por el número de ideas generales posibles, convenientes a su fin, que empleó. Son tres los instintos del dramaturgo: el psicológico, el dramático, el artístico. ¿Cuáles son las ideas generales posibles, convenientes al fin de cada uno? Como son, no sólo instintos, sino instintos intelectuales, esas ideas son necesariamente de dos ordenes para cada uno: las que a cada uno convienen como intelectual, y las que a cada uno convienen como psicológico, dramático, artístico. Ambos ordenes de ideas definen la esencia del objeto de cada uno de estos instintos; pero las primeras, como son relativas al género, definen la esencia primaria, la esencia secundaria las segundas, porque son relativas a la especie. Consideremos el primer orden de ideas: las que convienen a un instinto intelectual simplemente como intelectual. Como es un instinto, tiene por objeto lo particular; pero, como es intelectual, tiene por objeto ese particular en su aspecto universal. Como, sin embargo, el aspecto universal de un objeto particular es simplemente el ser universalizable, y el ser universalizable deriva de la idea general de universalidad, tenemos que, finalmente, este orden de ideas es una sola idea para cualquier instinto intelectual: la idea general de universalidad. Si aplicamos este principio a los tres instintos del dramaturgo, veremos que la idea general de universalidad, en cuanto al instinto psicológico, es que pueda entregar cada personaje creado, no sólo como particular, sino también como universalizable, esto es, como, sin que deje de ser particular, representativo de la humanidad; en cuanto al instinto dramático, que pueda dar cada acción, no sólo como particular, sino también como representativa de la acción humana; en cuanto al instinto artístico, que pueda dar al conjunto de la obra, como al de cada parte de por sí, no sólo su significación particular, sino también su significación general. Para esclarecer estas afirmaciones nos servirá el ejemplo del empleo que hace Shakespeare del instinto psicológico. Confiesan los psiquiatras, que en la materia son competentes, que la persona del rey Lear representa un diseño perfecto de un caso de demencia senil; nosotros, simplemente hombres, no es necesario que seamos dementes seniles para sentir, en su conjunto como a cada paso, la verdad humana de aquel personaje. Siendo, pues, tan rigurosamente dado como particular, que puede ser asunto de un diagnóstico, pero, al mismo tiempo, tan rigurosamente dado como general, que cualquiera de nosotros excusa de saber eso para sentirlo, el personaje del rey Lear denota el empleo de la idea general de universalidad por el instinto psicológico de Shakespeare. En el mismo autor se encuentra, según lo dicen las mismas autoridades, un buen número de casos análogos, como el de la histero-neurastenia de Hamlet o el de la histero-epilepsia de Lady Macbeth. A esta altura, sin embargo, reparamos en que las características objetivas del empleo de la idea de universalidad por los instintos del dramaturgo coinciden con aquellas características que vimos que indican la esencia del drama, y que servían para denotar si el autor era dramaturgo de instinto, o si lo era de inteligencia. Siendo así, la idea general de universalidad sirve solamente para denotar la esencia del instinto intelectual como intelectual, no para medir su valor o fuerza. No que no sirva en absoluto para ello, o que no haya, entre los dramaturgos de instinto, grados o cantidades diferentes en la aplicación de la idea de universalidad. Esa idea, sin embargo, no suministra señal objetiva ninguna por la cual se mida [sic] el valor del instinto. Por eso, abandonándola para ese fin, nos volvemos hacia el segundo orden de ideas, que, relativas a la especie y no al género del objeto de cada instinto dramático, definen su esencia secundaria.

IX
Las ideas generales posibles que convengan a los fines de los instintos del dramaturgo, no ya como intelectuales, sino como instinto psicológico, dramático y artístico, son necesariamente aquellas ideas generales que orientan la psicología, la crítica dramática, y la estética, pues son estas disciplinas las que definen los objetos de aquellos instintos. Sin embargo, como estas disciplinas proceden de la operación del espíritu en la investigación incompletable de la verdad, no podremos determinar todas las ideas generales, que quepan en cada una de esas disciplinas sino solamente aquellas que se establecieron hasta una cierta época; y esta época ha de ser, para cualquier dramaturgo, la época en que él vive. Para la aplicación final de los principios que descubrimos a un dramaturgo de nuestro tiempo, tenemos pues que convenir en cuáles son las ideas generales que definen la cultura psicológica, la cultura dramática, y la cultura artística de nuestra época. El talento de un dramaturgo estará manifestado en el número de esas ideas, de que cada uno de sus instintos se haya servido. Cuando se dé un caso como el de Shakespeare, cuyo instinto psicológico se sirvió de ideas psiquiátricas que su época no le podía suministrar, diremos que se trata de un dramaturgo, no ya de talento, sino de genio; pero un dramaturgo de genio, como se sirve, por la adivinación del instinto, de ideas generales que la cultura todavía no descubrió, y que para ella, por lo tanto, pueden ser ideas ciertas por descubrir, como desvíos del recto camino, no puede nunca ser valorado por sus contemporáneos, a no ser por uno u otro cuyo instinto coincida en alcance con el suyo. Esta advertencia sirve para indicar que una investigación razonada, como esta que vamos haciendo, podrá, siendo esclarecida, acertar con la medida exacta del talento de un dramaturgo; no podrá determinar si, además de talento, él tiene genio. ¿Pero cuáles son las ideas generales que orientan la cultura de nuestra época en psicología, en crítica dramática, en estética? Vamos a verlo, y como son menos numerosas, y de orden más simple, las referidas a estas dos últimas disciplinas, comenzaremos por estas, dejando las que se refieren a la psicología para ser tratadas en último lugar. (...)



[1] Palatibilidad: cualidad de ser grato al paladar un alimento. (Nota del traductor)


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