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[¿Por qué ese despertar del paganismo sucedió en Portugal?]

[texto dactilografiado, tal vez 1916]

Antonio Mora


Regreso de los dioses

¿Cuál fue, no obstante, la razón por la que ese despertar del paganismo sucedió en Portugal y no en otro lugar? No es difícil hallar la explicación.

Vimos, cuando estudiamos el desarrollo del cristismo, que el grupo ibérico resultaba un grupo civilizacional especial en virtud del cruzamiento, a él peculiar, del tipo psíquico cristista y del tipo psíquico mahometano. Vimos que, dado el carácter degenerativo del cristismo, la consolidación se dio cuando, decaído el mahometismo en la península, sólo quedó lo malo de él, esto es, el fanatismo que dimana de un sistema monoteísta cuando un elemento objetivista no acude en su auxilio y disciplina. Quedó, por lo tanto, la mentalidad peninsular representada por un cristismo violento, salvaje, en el que tan sólo en el primer momento había vestigios del cientismo árabe. Dado el primer paso hacia los descubrimientos, la fe mórbida de nuestros mayores pronto acabó con esos restos de objetivismo y de equilibrio. Permanecimos siervos del más retrógrado y del más abyecto de los cristismos: un cristismo cuyo elemento más inferior (el monoteísmo judaico) había recibido un impulso anormal en virtud de la mixtura con el monoteísmo mahometano. Nos habría salvado nuestro paganismo de gentes del sur, si el vicio no fuera demasiado profundo para tal ascenso. Permanecimos en la decadencia que ese estado moral representa, en el eterno punto muerto del cristismo peninsular. Así, por siglos afuera, permanecimos, españoles y portugueses, la abyección viva de Europa, el inerte refugio de la pudrición cristista.

Los sucesivos acontecimientos revolucionarios portugueses acabaron por destruir el catolicismo como fe real. Caímos seguidamente, según nuestra heredada índole católica de esclavos del extranjero, en el mimetismo de los principios revolucionarios. Pero el hecho que persistió fue este: la destrucción del catolicismo como fe real. Con ello quedó preparada la emergencia del otro elemento de nuestra psique, hasta ahí latente: el elemento árabe.


[Desnacionalización y supertradicionalización]

L a vida nacional portuguesa sufre hoy los resultados de una triple ruptura de equilibrio. La primer ruptura se dio con el comienzo de la decadencia, donde sea que ella se quiera colocar, antes, durante, o después de Alcazarquivir. La segunda ruptura de equilibrio se dio con la implantación del constitucionalismo, que quebró la tradición política nacional, sin construir nada de nacional que sustituyese el régimen depuesto.

La primer ruptura de equilibrio es la que se da en todas las decadencias: ruptura de la relación sana entre gobernantes y gobernados, estado social en que los gobernantes, aunque por ventura puedan gobernar bien, gobiernan, en todo caso, siempre fuera de la relación interpretativa con la generalidad del pueblo que gobiernan. Esa ausencia de interpretatividad de parte de los gobernantes se explica con facilidad. El primer fenómeno de las decadencias es la pérdida de cohesión social; y el resultado primario de la pérdida de cohesión social es la degeneración del patriotismo. No es que el patriotismo desaparezca, sino que pasa de estado dinámico constante a estado estático. Sólo una fuerte convulsión de origen externo lo despierta; sin eso, la generalidad del pueblo se desinteresa de la Patria, se desinteresa de los gobernantes, y acaban las clases por desinteresarse, tanto cuanto económicamente es posible, unas de las otras. El resultado es una decadencia integral, que progresivamente alcanza [...]

La restauración de 1640 se hizo por una revolución aristocrática, que el pueblo apoyó, pero en la que no colaboró activamente.

El error del Marqués de Pombal consistió en destruir el poder de la aristocracia sin crear otro punto de apoyo para la realeza, que así quedó suspendida en el aire, fuera de relación con el país. De nada valía, dado ese error fundamental, fomentar la industria, auxiliar el comercio, promover la disciplina del ejército. La obra pasaría con el hombre, como, en efecto, pasó. Víctima del error intelectualista del siglo XVIII, Pombal creyó que es posible gobernar sin atender a los elementos instintivos y subconscientes, que, como la ciencia sabe hoy, son la parte fundamental del psiquismo humano, y, sobre todo, del psiquismo colectivo, creado por interrelación de instintos, y no por contacto de inteligencias.

Quebrada la relación entre gobernantes y gobernados, lo que siguió es enteramente deducible de ese simple hecho. Los gobernantes, perdido el contacto con la tradición nacional, sin apoyo en las realidades psíquicas que son el fundamento de la vida de la nación, pasaron a vivir mentalmente del extranjero, pero, como la quiebra de contacto con las realidades nacionales envuelve una quiebra de contacto con la única fuente de inspiración original, pasaron a vivir bastarda y artificialmente del extranjero, impotentes para crear nuevas ideas, siervos sumisos de la primera mezquindad francesa, súbditos miserables de la hipnosis de lo de allá afuera.

El pueblo, la masa gobernada de la nación, roto su contacto con aquellos cuya función es establecer el progreso y estimular el esfuerzo, cayó en el bajo tradicionalismo; en el tradicionalismo que no es un apego a las grandezas pasadas, porque las grandezas pasadas ningún pueblo por educar las puede tener presentes a menos que se las recuerden sus gobernantes; sino en el tradicionalismo de gleba y tarro, apego de animal al yugo usado, arraigo de vegetal a la tierra a la que nació pegado. Desnacionalización (baja) en los gobernantes; supertradicionalización en los gobernados; tal el estado en que nos encontrábamos, y en que nos encontramos.

Encaremos, ante todo, las tres realidades sociales, por las cuales se ha de guiar todo hombre que busque crear cosas sociales. La primera es la ley de continuidad histórica; la segunda es la ley de las elites; la tercera es la ley del equilibrio, o, antes de la representatividad.

C. H. – Ninguna nación se puede transformar sino en varias generaciones. Las revoluciones nada transforman, sólo traen la transformación. La Revolución Francesa atrasó al pueblo francés cerca de cincuenta años; su único producto visible más próximo fue (curiosa ironía) meramente literario, y, aun así, el romanticismo francés, primera obra positiva de la Revolución, surgió, ante todo y a pesar de sufrir de la indisciplina mental que esa revolución causó, como reacción contra esa Revolución.

El ganado ruso, aquellos animales a que se llama pueblo ruso... ¿Hay alguien que, en serio, juzgue que la Revolución Rusa transformó alguna cosa de fundamental? El Imperio de Zar vivía en anarquía gubernativa, en analfabetismo de letras y de energías; ¿cree alguien que el bolchevismo eliminó la anarquía, cree alguien que el bolchevismo eliminó la tiranía, cree alguien que la mera aparición de unos cerebros románticos mandando, sin preparación científica para el pensamiento o para la acción [...]

Los bolcheviques son cristianos sin religión; tienen la mentalidad cristiana, creen en el milagro, porque creen que una sociedad se transforma de un día para otro, o de un [...]

[...]

¿Justicia? La Justicia es la más estúpida de las ilusiones. La única justicia es [...]

La mentalidad obrera, como es de esperar, es esencialmente cristiana; ¿cómo no lo había de ser, si las plebes son herederas de siglos sobre siglos de educación cristiana, y si la ciencia es algo que un cerebro popular no puede alcanzar? La base de la doctrina cristiana es «Libertad, Igualdad, Fraternidad»; este lema «revolucionario» fue promulgado por el ocultista cristiano Claude de St. Martin, discípulo del judío portugués Martins Pascoal. No se diga que el cristianismo no cumplió este lema; no lo cumplió porque no es posible cumplirlo. Ni lo cumplió el revolucionarismo moderno, ni lo cumplirá nunca. El desconocimiento de las leyes que rigen la vida de las sociedades es el hecho primordial de la mentalidad moderna. Y, como último absurdo, tenemos a estos pobre hombres creyendo todavía en el dogma cristiano del libre arbitrio; creen que el hombre es libre, cuando lo primero que la ciencia señala es que el hombre es esclavo; creen que pueden alterar la apariencia de la naturaleza humana y acabar con el viejo hombre humano –puerco, sensual, estúpido, patriota y propietario [...] el hombre es como es y no como el cristianismo laico de los radicales y de los bolcheviques lo quiere hacer.

Fernando Pessoa


[Provincianismo intelectual]

¿Qué ideas generales tenemos? Las que vamos a buscar al extranjero. No las vamos a buscar a los movimientos filosóficos profundos del extranjero; vamos a buscarlas a la superficie, al periodismo de ideas. Y así las ideas que adoptamos, sin alteración ni critica, son viejas o superficiales. Hablamos en serio de las ideas políticas de León Blum o de Eduard Herriot, ninguno de los cuales tuvo alguna vez ideas –políticas u otras- en su vida. Hablamos en serio de Bourget, Maurras [...].

Plagiamos el fascismo y el hitlerismo, plagiamos claramente, con la desvergüenza de la inconsciencia, como el niño imita sin vacilar. No reparamos en que fascismo y hitlerismo, en su esencia, nada tienen de nuevo, acaso nada de aprovechable, como ideas; lo que no sabemos imitar, porque sería más difícil, es la personalidad de Mussolini.

Las ideas de Maurras, que cualquier razonador hábil desharía sin dificultad, si tuviera la paciencia de vencer el tedio casi insoportable de leerlo, pasan por leyes de naturaleza, por tan indiscutibles como, no diré ya la teoría atómica, que tiene elementos discutibles, sino el coeficiente de dilatación del hierro, o la ley de Boyle o de Mariotte.

Tenemos poetas de mérito. ¿Qué hacen ellos? En cuanto a cultura, no saben nada de nada, y así se estancan, repitiéndose indefinidamente, papagayos perennes de su primer, y único, impulso original. Tenemos uno que otro hombre capaz de pensamiento filosófico. ¿Qué hace? Sumerge ese pensamiento en retórica y divagación, incapaz de coordinar lógicamente ideas, de disponer ordenadamente materiales. Tengo frente a mí, al decir estas cosas, ejemplos concretos: omito los nombres por una razón que no es necesario explicar.

Fernando Pessoa


[Una prolongada servidumbre colectiva]

Producto de dos siglos de falsa educación frailesca y jesuita, seguidos de un siglo de pseudo-educación confusa, somos las víctimas individuales de una prolongada servidumbre colectiva. Fuimos abatidos [...] por liberales para quienes la libertad era el simple santo y seña de una secta reaccionaria, por libres-pensadores para quienes el cúmulo del librepensamiento era impedir una procesión, de masones para quienes la Masonería (lejos de haberla considerado la depositaria de la herencia sagrada de la Gnosis) nunca fue más que una Carbonaria ritual. Producto así de educaciones dadas por criaturas cuya vida era una perpetua traición a aquello que decían que eran, y a las creencias o ideas que decían servir, teníamos que ser siempre de los alrededores...

Fernando Pessoa


[El antiguo tipo de portugués]

António Quadros dice que este texto “es ciertamente de 1922, año de la primera travesía aérea del Atlántico Sur, realizada por Sacadura Cabral y Gago Coutinho, a propósito de la cual fue escrito. Es un texto muy incompleto, pero que expresa bien el entusiasmo que el hecho despertó entre los portugueses. Fernando Pessoa vio en tal hecho «una señal celeste, por aérea, del resurgimiento del país». Cuando el primero de aquellos aviadores, en uno de sus osados vuelos, desapareció en el mar del Norte (15-11-1924), Pessoa le dedicó el poema «Sacadura Cabral», datado en Diciembre de 1924, que publicó en la Revista Athena, Nº 3, de ese mismo mes. Por el estilo, el poema tal vez estaba destinado a Mensagem. Terminaba así: Floriu, murchou na extrema haste; / Jóia de ousar, / Que teve por eterno engaste / O céu e o mar” (Obra em prosa de Fernando Pessoa. Portugal, Sebstianiasmo e Quinto Império. Prefácio, introduções, notas e organização de António Quadros, Mem Martins:Europa-América, 1986 -Livros de bolso Europa-América, Nº 472-, p.48).


A propósito de la primera travesía aérea del Atlántico Sur, por Sacadura Cabral y Gago Coutinho


A un cuando no tuviese el valor que le es propio y directo, como hecho científico y tentativa heroica, el vuelo oblicuo transatlántico de los dos aeronautas portugueses tendría, todavía, la ventaja de suministrarnos, no sólo en sí mismo, sino en sus consecuencias en el país, tres enseñanzas diversas.

La primera, que es aquella que se deriva del propio acto, es más simbólica que evidente. Es como una señal celeste, por aérea, del resurgimiento del país. En este hecho, que, si civilizacionalmente vale poco y no puede ser comparado con la grandeza imperial y fatídica de los descubrimientos, que científicamente vale mucho y humanamente bastante, regresa súbitamente a la superficie de la vida aquel tipo de disposición espiritual que caracterizó y definió a los hombres que establecieron por los descubrimientos nuestro imperio transitorio. Sir Peter Wyche, hablando en el siglo XVII de los portugueses, dijo que eran «tan notables por el estudio del emprendimiento, como por la bravura de emprenderlo». (Lo digo mejor que él, porque el asunto pide más literatura de la que él podía darle. Pero la sustancia de su frase no desaparece en mi interpretación). Lo cierto es que el portugués apareció en la civilización como hombre armónico, mente segura y planificadora, brazo apto para realizar lo que el mismo planeó [Por eso era poeta y guerrero en el tiempo de los cancioneros]. Reunía la audacia y la ciencia que hace de la audacia algo más que un impulso animal de quien no ve. Difería en eso del francés, ajeno por naturaleza a esta armonía, capaz solamente de planear sin grandeza, o de ser grande sin plan, y es por eso que el Destino, cuando quiso dar a Francia un jefe al mismo tiempo grande y lúcido, tuvo que ir a buscarlo a Italia. Difería en eso del italiano, científico, astuto, frío, sin entusiasmo ni propenso al entusiasmo, porque el tipo moderno de italiano, de Garibaldi a Fiume, es una ficción y un remedo, imitado del francés y sin gracia ni personalidad. Difería también del inglés, práctico pero no científico, audaz grosera o elegantemente, pero nunca pensadamente, por lo menos en el fin sino en el acto, de la audacia. Sólo el alemán de Bismarck consiguió introducir de nuevo en la civilización europea, si bien en un nivel inferior, porque la organización de un simple imperio no vale la organización de una expansión imperial basada [...]


Después este portugués desapareció. Vino el portugués a la «antigua portuguesa» que no es a la antigua portuguesa: buen católico, torero, estúpido como una puerta de caja fuerte.

Este en su tiempo pasó también; viene el portugués del siglo XIX, engañado (?) por la política desnacionalizante.

[...][...]

A mitad del siglo pasado, por alguna razón misteriosa, el antiguo tipo de portugués comenzó a reaparecer. Reapareció en literatura, porque la acción no le era propicia. Reapareció principalmente con tres grandes nombres: Antero de Quental, Cesário Verde y Junqueiro. En Antero, si bien sólo en el campo literario, el regreso del tipo portugués antiguo ya es nítido: la profundidad del pensamiento se alía a la gracia de la forma, no por añadidura, sino por fusión orgánica. En Junqueiro, como en Pascoaes después, baja el nivel, tal vez no de la poesía, por cierto de la realización, porque uno no tiene profundidad real de pensamiento y el otro no tiene seguridad artística, sino ocasionalmente. Esta aparición evidentemente es un buen augurio; la gran intuición de Sampaio Bruno de cierto modo lo vio, en la crítica a «Patria» incluida en O Brasil Mental. La aparición de filosofía (verdadera filosofía) en Portugal, con Leonardo Coimbra y Raul Leal, es otro indicio del regreso de ese tipo de portugués, aplicado ahora en otro sentido.

Volvieron a aparecer las condiciones propicias para la manifestación del portugués antiguo, si todavía existiese alguno. Tiene la ciencia muchas ramas, pero sólo en dos de ellas se pueden casar la novedad científica y la bravura personal. Son ellas la exploración polar y el establecimiento científico de la dirección aérea. El primer caso, sin embargo, es más de persistencia y tenacidad que de ciencia o que de arrojo propiamente dicho. Estaba el segundo por primera vez desde los descubrimientos marítimos, hechos contra la hipótesis de mares negros y poblados de monstruos, en las condiciones naturales de tener que aparecer un portugués para ejecutarlo. Y dos portugueses aparecieron. Este comparecer a la llamada de la hora europea tiene un sentido simbólico enorme. El hecho, repito, no es civilizacionalmente grande; nada tiene que se compare con los descubrimientos; este hecho puede establecer la navegación aérea en bases firmes, aquél transformó la faz del mundo, creo un nuevo tipo de imperio, abrió la amplitud de la tierra a la posibilidad conjunta de aquella civilización que hasta allí no se soñara más que concentrada en Europa, o por el Mediterráneo, o hasta Asia Menor.

La segunda enseñanza, que nos suministra este vuelo notable, aparece en sus consecuencias, no ya en él mismo. Es el de la incompetencia de los elementos actualmente representativos de Portugal, primero, para homenajear ese acto, segundo para siquiera comprenderlo, tercero para poder comprenderlo.

Esta ausencia de sentido estético, de sentido intelectual, a veces incluso de sentido moral, se deriva, como fenómeno colectivo de la ausencia de sentido nacional. En efecto, quien no tiene de la propia personalidad, con la que convive constantemente, una noción aproximada y lúcida, ¿qué noción puede tener de las otras cosas?

Pero fue desde el comienzo de la dinastía de los Bragança que se volvió notable la ausencia del tipo portugués, la desaparición de la psicología del portugués de la superficie de la tierra. Hubo siempre, gracias a Dios, patriotas de Portugal; portugueses, dejaron de haber.

Quien no tiene la conciencia cierta de las raíces profundas de su ser, esto es, del pueblo al que pertenece, ¿de qué puede tener certeza o noción?

Esto indigna y rebela. Y merecía el castigo del único periodista que hay en Portugal, porque así sin nombre se puede escribir el nombre del Sr. Hombre Cristo.

Sin embargo, no es sólo la simple falta de educación y de sentido estético, la simple bajeza de sentimientos, lo que se reveló a propósito de estos homenajes. Se revelaron también las causas de esos bajos sentimientos, que son la falta de visión civilizada y la falta de instinto portugués.

Un ejemplo –más dolorosamente flagrante por su constancia y por su inconsciencia– es el modo en que se emplean en el lenguaje de la tribuna y de la prensa, para elogio de contemporáneos de relieve mínimo, los nombres mayores de nuestra historia. Cualquier Afonso Costa (¡y hay tantos!) es el Marqués de Pombal del siglo XX. Cualquier Couceiro es un Nun’Alvares. El despreciable ingreso que hicimos en la guerra europea, como sirvientes de Inglaterra y lacayos de Francia –que es lo que en efecto somos, y por eso era lógico- trajo comparaciones recordando a los descubridores y a los hombres que escribieron el nombre portugués a sangre eterna de este a oeste del Mundo.

Cuando un día un colaborador ocasional del Mundo comparó a França Borges con Nun’Alvares se llegó al límite. Por lo demás, como Nun’Alvares difiere cualitativamente tanto de Couceiro como de F.B., [...]

Lo que hay de despreciable y desgraciado, por inarmónico, en el portugués de hoy, tal cual los principios liberales y otros lo crearon, se revela así constantemente. Se abre un periódico monárquico, se recoge una referencia a la triste figura nacional que fue el Rey Don Carlos, cuyo reinado denotó el abismo de decadencia, de negligencia, y de desidia; ¿y en qué términos se refieren esos periódicos al Señor Don Carlos? En términos en los cuales quien no mire el nombre por cierto juzgaría destinados a referirse al Rey Don João II. Un extranjero, ignorante por completo de nuestra historia, fácilmente pensaría que el período de aquel rey habría sido el del apogeo de nuestros descubrimientos o de la grandeza de nuestro imperio. Los muertos merecen, al menos, el respeto de nuestro pudor al hablar de ellos. Cuando no haya más, que al menos haya eso. ¿Qué se diría de quien enalteciese, en elogios tristes, la grandeza de Antero de Quental como poeta épico, o hablase de la profundidad filosófica de Bernardim Ribeiro?

Paiva Couceiro no escapó [a] ser comparado con Nun’Alvares. El gran Condestable es, por lo demás, de una infelicidad enorme. Cualquier hombre que combate cualquier cosa con cualquier relieve pasa inmediatamente a merecer para nuestros referentes la designación del gran jefe militar medieval.

Estos hombres merecen ser tratados de modo diferente de los políticos y de los ocasionales que andan por las esquinas de ser conocidos mendigando homenajes indirectamente. No se trata de un Afonso Costa o de un Lopes Vieira , que nacieron para vivir de los aplausos externos de los otros, porque, si no fuese para eso, ¿para qué habrían nacido?

Esta gente es gente.

Con el Soldado Desconocido, hecho de menor alcance patriótico, y consagración que comenzaba por estar plagiada de consagraciones extranjeras idénticas, sucedió lo mismo. En todo caso, y a pesar de que nuestra entrada en la guerra europea haya sido realizada en condiciones de inelegancia suprema, que consiguieron hacer de la tragedia de tantas vidas perdidas un episodio vil de política partidaria, la piadosa naturaleza del homenaje debería haber dado en algo más que la inmundicia en que dio.

Hubo cuidado en despertar de todas las maneras el instinto supersticioso del pueblo. La superstición no es más que el recelo de infringir leyes desconocidas del universo. Y como casi todas las leyes del universo, y por cierto las fundamentales, nos son desconocidas, todo cerebro sano es naturalmente supersticioso. Quien reconoce, por instinto o por inteligencia, que en realidad nada sabe del mundo en que vive, ni de las fuerzas que lo mueven, ni cómo se tallan los destinos, quien, con el instinto o con la razón, reconoce que la voluntad humana es un pobre humo sobre el que soplan vientos venidos de la noche, por fuerza ha de ser supersticioso.

De todas las maneras se hizo despertar, en el sentido de crear recelo, la superstición del pueblo. La travesía iba por la mitad y ya se organizaban fiestas para cuando se realizase por entero. Este delirio de esperanza de los necios creció con la llegada a los Rochedos, como si fuera, en verdad, la demostración absoluta de la seguridad de la dirección y el punto donde la travesía comenzaba a estar realmente hecha.

Se dio al avión el nombre fatídico de Lusitania, contra pedidos y protestas.

Los poetas menores, las notoriedades de las fuerzas vivas, todo eso que queda lejos de ser todo, los porteros de todas las consagraciones, los fijos en todos los homenajes, no faltaron, porque una de sus características es no faltar, incluso donde no son deseados ni apropiados.

Armaron arcos, pusieron banderas, prepararon fiestas, no tanto para consagrar lo ya hecho, aunque mucho, sino para consagrar lo que quedaba por hacer, recordando agoreramente aquella célebre medalla que Napoleón mandó a acuñar como celebración de su invasión a Inglaterra, que nunca se realizó.

De tal modo han consagrado los [...]

Las plebes de la inteligencia cercaron de tal modo a los dos aviadores que nadie pudo llegar hasta ellos sin correr el riesgo de ensuciarse en la travesía. Dieron un tono tan definitivamente grosero a los homenajes –con una falta de sentido estético, e incluso moral, tan inconscientemente aflictiva- que quien quisiese prestar homenajes apropiados a los dos marineros tenía que desistir, como habrá desistido. No es la emoción de la plebe, que tiene la elegancia del acto instintivo, la que desmerece la aprobación de la inteligencia. Es lo descomedido de la otra plebe, de aquella que, como dijo el escritor francés, «incluye mucha buena gente», que estropea para siempre.

Así desvirtuado todo, no queda más que protestar, con el conocimiento anticipado de la inutilidad de la protesta.

Y así fue rebajado, ante el país y el extranjero, un hecho digno de gloria por ser grande, de admiración por ser heroico, de respeto por ser patriótico. Dos hombres que habían puesto en emprenderlo una suma de grandes cualidades, a las que no faltaba la modestia y la sumisión instintiva a lo que el Destino quisiera hacer de lo que ellos querían hacer, fueron puestos en el escarnio de la publicidad comercial para servir a los intereses de dos periódicos intelectualmente despreciables y nacionalmente por debajo de adjetivos. Todo el vuelo transatlántico se transformó en un acto de propaganda del Século y del Diário de Notícias. ¿Quién podría creer que el más pequeño designio patriótico hubiera podido forzar esas puertas de hierro con que las empresas del género de aquéllas se defienden de las solicitaciones de la inteligencia y de la nobleza? Uno, el primero, propiedad de un extranjero y envuelto siempre en el batón roto de campañas financieras sin elevación ni escrúpulo; y otro, siervo de una plutocracia sin patria, porque la plutocracia por naturaleza no la tiene; parasitan.

Habituados a consagrar en el mismo tono tipográfico a los actores, a los políticos basureros, nuestros hombres representativos se encuentran desprovistos de cualquier noción de valores que pueda orientarlos en la consagración de un acto realmente grande. Habiendo empleado los adjetivos máximos en los mínimos, tienen que aplicar a los máximos los mismos adjetivos, que ya están mínimos.

Si hubiese en esta gente un resto de equilibrio mental, en el simple conocimiento de su propia nulidad habrían encontrado sin dificultad un modo decente de hacer esta consagración, sin menoscabo de sus adjetivos y de la subgente a quien acostumbran aplicarlos. Habrían sido sobrios en la narrativa, como sobrios en su emprendimiento fueron los dos aviadores. Y de homenajes, a prestar en el fin del viaje concluido, o de algún modo cerrado, se habrían encargado uno o dos de los hombres que todavía valen intelectualmente en Portugal: un Junquiero, un Pascoaes, en la oratoria un João Arroio.

¿No se les habrá ocurrido a los directores de esos diarios Borda-d’Àgua que hay cosas para las que no tienen competencia? ¿Tan alto será el concepto en que tienen su palabra, hablada o escrita, que la juzguen apropiada para todas las ocasiones, adecuada a todos los géneros?

Imagínese que mañana acontezca en Portugal un hecho más alto (por cualitativamente diferente) que el del vuelo transatlántico? ¿Cómo lo consagrarían? ¿Quién lo consagraría?

[...]

Antes de eso, sólo en el Imperio Romano se encuentra una tan justa armonía entre las cualidades de planear y de ejecutar; pero con esta diferencia: que lo que los Romanos planearon y ejecutaron estaba dentro del imperialismo de siempre, era la conquista y la ocupación sabia, la administración ordenada, siendo novedosa allí sólo la perfección de la ciencia administrativa y la notable aplicación a la práctica de la cultura griega y de sus resultados; mientras que en el imperio portugués el elemento cultural, la ciencia, era propia, como la ejecución. Así tuvimos que emplear los tres elementos del plan: la ciencia, la teoría de la práctica, y la práctica.

Más allá del valor que le es propio y directo, como hecho científico y tentativa heroica, el vuelo oblicuo transatlántico de los aeronautas portugueses tiene todavía la ventaja de suministrarnos, no sólo por sí, sino también por sus consecuencias, tres enseñanzas diversas.

La primera, que es aquella que se deriva del propio acto, es más simbólica que evidente. Es como una señal celeste, por aérea, del resurgimiento del país.

Fernando Pessoa


Sobre una indagación literaria

[texto dactilografiado, tal vez 1914]


D iferencia entre el género de cultura que hay hoy en España y Portugal. En España hay un intenso desarrollo de la cultura secundaria, de la cultura cuyo máximo representante es un hombre de mucho talento; en Portugal, esa cultura no existe. Existe, sin embargo, la superior cultura individual que produce hombres de genio. Y, así, no existe hoy en España una figura de real eminencia genial, lo máximo que hay son figuras de gran talento: un Diego Ruiz, un Eugenio d'Ors, un Miguel de Unamuno, un Azorín. En Portugal hay figuras que comienzan en la chispa genial y acaban en el genio absoluto. Hay individualidades marcadas. Hay más: hay en el fondo un profundo carácter europeo. Como es individual, y el medio social no está organizado, la cultura portuguesa está anarquizada, cada hombre de genio viviendo consigo mismo y, lo que es peor, cada uno escribiendo sin mucha disciplina. Cabe separar a algunos de este juicio, a Junqueiro supremamente. Y cabe advertir que esa organización de la cultura nacional comenzó, en Porto, con la Renascença Portuguesa. En España hay un medio culto a mover, a ser influenciado, pero no hay Hombre que lo mueva. En Portugal hay unos pocos hombres capaces (por su valor intelectual) de mover el medio; falta, sin embargo, el medio culto que puedan mover. De modo que en Portugal es necesario que aparezca un hombre que, a la par de ser un hombre de genio, para que pueda mover el medio por inteligencia, sea un hombre por su naturaleza influenciador y dominador, para que él mismo organice el medio que ha de influenciar, y lo vaya influenciando al construirlo. Dice Wordsworth, en uno de los prefacios críticos a una de las ediciones de las Lyrical Ballads, que el poeta ha de crear el medio que lo comprenda. Así es, cuando, como en el caso que Wordsworth citaba, que era el suyo propio, el poeta es un gran original.

¿Dónde está el error de la Renascença Portuguesa? El primero es en estar en Porto. Por lo demás, no podía haber nacido más que en Porto, de modo que, como en todo, si observamos bien, en la propia única cosa posible está el defecto inevitable. Sin ese defecto, no habría habido causa, ni efecto por tanto.

[...]

Toda la literatura ibérica, y la nuestra no predominantemente, sufre de un provincianismo radical. Extrapertenecemos a Europa, somos una especie de adyacencia civilizada. En Cataluña el fenómeno que describe toda la cultura española tomó incremento especial; de ahí, que más que en Castilla, hayan confinado al genio muchos de sus hombres. Pero, fundamentalmente, lo que sin duda existe es un gran desarrollo de la cultura secundaria. Hay un espléndido periodismo. La influencia de la América Española ha sido grande en esto. En nosotros, ninguna ha sido la influencia de Brasil. Urge, por eso, para que creemos una cultura secundaria idéntica a la de la España, que creemos las condiciones que la crearon. Urge que estrechemos inteligencias con Brasil. Urge que pacifiquemos el medio social y eliminemos la fermentación revolucionaria. Urge que nos organicemos económicamente y salgamos un poco, porque poco sería mucho para nosotros, de nuestro sueño, no de poetas (como dicen los idiotas en las conferencias), sino de indolentes.

Tuvo razón el Sr. António Sérgio cuando insistió en este punto.

Una vez creado un medio culto entre nosotros, se verá de repente ese medio culto tomar un relieve, una importancia excepcional. Es que nosotros realizamos la absurda situación de haber creado ya los dominadores, los influenciadores, las figuras-jefes de ese medio, sin todavía haber creado el medio.

Fernando Pessoa


El caso mental portugués

Publicado en Fama, Nº 1, Lisboa, 30/11/1932

Si fuese preciso usar una sola palabra para con ella definir el estado presente de la mentalidad portuguesa, la palabra sería “provincianismo”. Como todas las definiciones simples, esta, que es muy simple, precisa, después de hecha, de una explicación compleja.

Daré esa explicación en dos tiempos: diré, primero, a qué se aplica, esto es, lo que verdaderamente se entiende por mentalidad de cualquier país, y por tanto de Portugal; diré, después, en qué modo se aplica a esa mentalidad.

Por mentalidad de cualquier país se entiende, sin duda, la mentalidad de las tres clases, orgánicamente distintas, que constituyen su vida mental: la clase baja, a la que es uso llamar pueblo; la clase media, a la que no es uso llamar nada, excepto, en este caso por engaño, burguesía; y la clase alta, que vulgarmente se designa por escol, o, traducido para mejor comprensión del extranjero, elite.

Lo que caracteriza a la primera clase mental es, aquí y en todas partes, la incapacidad de pensar. El pueblo, sepa o no leer, es incapaz de criticar lo que lee o lo que le dicen. Sus ideas no son actos críticos, sino actos de fe o de incredulidad, lo que no implica que sean siempre erradas. Por naturaleza, el pueblo forma un bloque, donde no hay mentalmente individuos; y el pensamiento es siempre individual.


Lo que caracteriza a la segunda clase, que no es la burguesía, es la capacidad de pensar, pero sin ideas propias; de criticar, pero con ideas de otros. En la clase media mental, el individuo, que existe ya mentalmente, sabe escoger –por ideas y no por instinto– entre dos ideas o doctrinas que le presenten; no sabe, sin embargo, contraponer ambas a una tercera, que sea propia. Cuando aquí y allá, éste o aquél, llega a una opinión media entre dos doctrinas, eso no representa un cuidado critico, sino una hesitación mental.

Lo que caracteriza a la tercera clase, el escol, como es evidente por contraste con las otras dos, es la capacidad de criticar con ideas propias. Importa, sin embargo, notar que esas ideas propias pueden no ser fundamentales. El individuo del escol puede, por ejemplo, aceptar enteramente una doctrina ajena; la acepta, sin embargo, críticamente, y, cuando la defiende, la defiende con argumentos suyos –los que lo llevaron a aceptarla– y no, como hará el intelectual de la clase media, con los argumentos originales de los creadores o expositores de esas doctrinas.

Esta división en clases mentales, aunque coincida en parte con la división en clases sociales –económicas u otras– no se ajusta exactamente a ella. Mucha gente de las aristocracias de historia y de dinero pertenece mentalmente al pueblo. Muchos obreros, sobre todo de las ciudades, pertenecen a la clase media mental. Un hombre de genio o de talento, aunque nacido de campesinos, pertenece de nacimiento al escol.

Entonces, cuando digo que la palabra “provincianismo” define, sin otra que la condicione, el estado mental presente del pueblo portugués, digo que esa palabra “provincianismo”, que más adelante definiré, define la mentalidad del pueblo portugués en cualquiera de las tres clases que lo componen. Como, sin embargo, la primera y la segunda clases mentales no pueden por naturaleza ser superiores al escol, basta que pruebe el provincianismo de nuestro escol presente, para que quede probado el provincianismo mental de la generalidad de la nación.

Los hombres, desde que entre ellos se levantó la ilusión o la realidad llamada civilización, pasaron a vivir con relación a ella de una de tres maneras, que definiré por símbolos, diciendo que viven como campesinos, como provincianos o como citadinos. No se olvide que trato de estados mentales y no geográficos, y que por lo tanto el campesino o el provinciano pueden haber vivido siempre en la ciudad, y el citadino siempre en lo que le es natural destierro.

Pues la civilización consiste simplemente en la substitución de lo natural por lo artificial en el uso y en las cosas corrientes de la vida. Todo cuanto constituye la civilización, por más natural que hoy nos parezca, son artificios: el transporte sobre ruedas, el discurso dispuesto en verso escrito, olvidan la naturalidad original de los pies y de la prosa hablada.

La artificialidad, no obstante, es de dos tipos. Está aquella, acumulada a través de las eras, y que, teniéndola ya encontrada cuando nacemos, hallamos natural; y está aquella que todos los días se va añadiendo a la primera. A esta segunda es uso llamarle “progreso” y decir que es “moderno” lo que viene de ella. Luego, el campesino, el provinciano y el citadino se diferencian entre sí por sus diferentes reacciones a esta segunda artificialidad.

El que llamé campesino siente violentamente la artificialidad del progreso; por eso se siente mal en él y con él, e íntimamente lo detesta. Incluso de las conveniencias y de las comodidades del progreso se sirve con molestia, al punto de, a veces, y en perjuicio propio, rehusarse a servirse de ellas. Es el hombre de los “buenos tiempos”, entendiéndose por eso los de su juventud, si ya es viejo, o los de la juventud de los bisabuelos, si es simplemente un niño.

En el polo opuesto, el citadino no siente la artificialidad del progreso. Para él es como si fuese natural. Se sirve de lo que es de él, por tanto, sin constreñimiento ni aprecio. Por eso no lo ama ni lo desama: le es indiferente. Ha vivido siempre (física o mentalmente) en grandes ciudades; vio nacer, cambiar y pasar las modas y la novedad de las invenciones; son pues para él aspectos corrientes, y por eso incoloros, de una cosa continuamente ya sabida, como las personas con las que convivimos, que aunque de día en día sean realmente diversas, son todavía para nosotros idealmente siempre las mismas.

Situado mentalmente entre los dos, el provinciano siente, sí, la artificialidad del progreso, pero por eso mismo lo ama. Para su espíritu despierto, pero incompletamente despierto, lo artificial nuevo, que es el progreso, es atrayente como novedad, pero aún sentido como artificial. Y, porque es sentido simultáneamente como artificial y como atrayente, es por artificial que es amado. El amor a las grandes ciudades, a las nuevas modas, a las “últimas novedades”, es el carácter distintivo del provinciano.

Si de aquí se concluye que la gran mayoría de la humanidad civilizada está compuesta de provincianos, se habrá concluido bien, porque así es. En las naciones verdaderamente civilizadas, el escol escapa, sin embargo, en gran parte, y por su misma naturaleza, al provincianismo. La tragedia mental del Portugal actual es que, como veremos, nuestro escol es estructuralmente provinciano.

No se establezca, pues sería error, analogía, por yuxtaposición, entre las dos clasificaciones que se hicieran, de clases y tipos mentales. La primera, de sociología estática, define estados mentales en sí mismos; la segunda, de sociología dinámica, define estados de adaptación mental al ambiente. Hay gente del pueblo mental que es citadina en sus relaciones con la civilización. Hay gente del escol, y del mejor escol –hombres de genio y de talento– que es campesina en esas relaciones.

Por las características indicadas como las del provinciano, inmediatamente se verifica que su mentalidad tiene una semejanza perfecta con la del niño. La reacción del provinciano a sus artificialidades, que son las novedades sociales, es igual a la del niño a las suyas, que son los juguetes. Ambos las aman espontáneamente, y porque son artificiales.

Ahora bien, lo que distingue la mentalidad del niño es, en la inteligencia, el espíritu de imitación; en la emoción, la vivacidad pobre; en la voluntad, la impulsividad incoordinada. Son estas, por tanto, las características que hallaremos en el provinciano; fruto, en el niño, de la falta de desarrollo civilizacional y, de esta suerte, ambos efectos de la misma causa: la falta de desarrollo. El niño es, como el provinciano, un espíritu despierto, pero incompletamente despierto.

Son estas las características que distinguirán al provinciano del campesino y del citadino. En el campesino, semejante al animal, la imitación existe, pero en la superficie, y no, como en el niño y en el provinciano, venida del fondo del alma; la emoción es pobre, por ende no es vivaz, pues es concentrada y no dispersa; la voluntad, si de hecho es impulsiva, tiene, con todo, la coordinación cerrada del instinto, que sustituye en la práctica, salvo en materia compleja, a la coordinación abierta de la razón. En el citadino, semejante al hombre adulto, no hay imitación, sino aprovechamiento de los ejemplos ajenos, y a eso se llama experiencia, cuando se trata de la práctica, y cultura, cuando se trata de la teoría; la emoción, aun cuando no sea vivaz, es, con todo, rica, por compleja, y es compleja por ser complejo quien la tendrá; la voluntad, hija de la inteligencia y no del impulso, es coordinada, tanto que, aun cuando fallezca, fallece coordinadamente, en propósitos frustrados pero idealmente sistematizados.

Recorramos, mirando sin anteojos de cualquier aumento o color, el paisaje que nos ofrecen las producciones e improducciones de nuestro escol. En ellas verificaremos, pormenor a pormenor, aquellas características que vimos como distintivas del provinciano.

Comencemos por no dejar de ver que el escol se compone de dos clases: los hombres de inteligencia, que forman su mayoría, y los hombres de genio y talento, que forman su minoría, el escol del escol, por así decir. A los primeros les exigimos espíritu crítico; a los segundos les exigimos originalidad, que es, en cierto modo, un espíritu crítico involuntario. Hagamos pues incidir el análisis que nos propusimos hacer, primero sobre el pequeño escol, que son los hombres de genio y talento, después sobre el gran escol.

Tenemos, es cierto, algunos escritores y artistas que son hombres de talento; si alguno de ellos es de genio, no sabemos, ni para el caso importa. En ellos, evidentemente, no se puede revelar en absoluto el espíritu de imitación, pues eso comportaría la ausencia de originalidad, y ésta la ausencia de talento. Esos nuestros escritores y artistas son, por ende, originales una sola vez, que es lo inevitable. Después de eso, no evolucionan, no crecen; fijado ese primer momento, viven parásitos de sí mismos, plagiándose indefinidamente. A tal punto esto es así, que no hay, por ejemplo, poeta nuestro del presente –de los célebres, por lo menos– que no quede completamente leído cuando es incompletamente leído, en que la parte no sea igual al todo. Y si en uno o en otro se nota, en cierta altura, lo que parece ser una modificación de su “manera”, el análisis revelará que la modificación fue regresiva: el poeta o perdió la originalidad y así se hizo diferente por el simple proceso de hacerse inferior, o decidió comenzar a imitar a otros por impotencia de progresar desde adentro, o resolvió, por cansancio, atar la carroza de su estro al burro de una doctrina externa, como el catolicismo o el internacionalismo. Describo abstractamente, pero los casos que describo son concretos; no es preciso explicar porque no uno a cada ejemplo el nombre del individuo que lo abastece.

El mismo provincianismo se nota en la esfera de la emoción. La pobreza, la monotonía de la emoción en nuestros hombres de talento literario y artístico, rompe el corazón y martiriza la inteligencia. Emoción viva, sí, como era de esperar, pero siempre la misma, siempre simple, siempre simple emoción, sin el auxilio critico de la inteligencia o de ironía emotiva, la sutileza pasional, la contradicción en el sentimiento: no las encontraréis en ninguno de nuestros poetas emotivos, y son casi todos emotivos. Escriben, en materia de lo que sienten, como escribiría Adán si hubiese dado a la humanidad, más allá del funesto ejemplo ya sabido, el ejemplo, todavía peor, de escribir.

La demostración queda completa cuando conducimos el análisis a la región de la voluntad. Nuestros escritores y artistas son incapaces de meditar una obra antes de hacerla, desconocen lo que sea la coordinación, por la voluntad intelectual, de los elementos suministrados por la emoción, no saben lo que es la disposición de las materias, ignoran que un poema, por ejemplo, no es más que una carne de emoción cubriendo un esqueleto de raciocinio. Ninguna capacidad de atención y concentración, ningún poder de esfuerzo meditado, ninguna facultad de inhibición. Escriben o artistam a gusto de la llamada “inspiración”, que no es más que un impulso complejo del subconsciente que cumple siempre dominar, por una aplicación centrípeta de la voluntad a la transmutación alquímica de la conciencia. Producen como Dios es servido, y Dios queda mal servido. No sé de poeta portugués de hoy que, constructivamente, sea de confianza más allá del soneto.

Ahora, hechos estos reparos analíticos en cuanto al estado mental de nuestros hombres de talento, es inútil alargar este breve estudio, tratando con igual detalle a la mayoría del escol. Si el escol del escol es así, ¿cómo no será el no-escol del escol? Hay, no obstante, una característica común a ambos elementos de nuestra clase mental superior, que une a las dos y unidas las define: es la ausencia de ideas generales y, por lo tanto, del espíritu crítico que deriva de tenerlas. Nuestro escol político no tiene ideas excepto sobre política, y las que tiene sobre política son servilmente plagiadas del extranjero: aceptadas, no porque sean buenas, sino porque son francesas, o italianas, o rusas, o lo que quiera que sea. Nuestro escol literario es todavía peor: ni sobre literatura tiene ideas. Sería trágico, a fuerza de dejar de ser cómico, el resultado de una investigación sobre, por ejemplo, las ideas de nuestros poetas célebres. Ya no digo que se someta a cualquiera de ellos al oprobio de preguntarle qué es la filosofía de Kant o la teoría de la evolución. Bastaría someterlo al oprobio mayor de preguntarle qué es el ritmo.

Fernando Pessoa


El provincianismo portugués

Artículo publicado en Noticias Ilustrado, Nº 9, serie II, Lisboa, 12/9/1928

Si, por uno de aquellos artificios cómodos, por los cuales simplificamos la realidad con el fin de comprenderla, quisiéramos resumir en un síndrome el mal superior portugués, diremos que ese mal consiste en el provincianismo. El hecho es triste, pero no nos es peculiar. De la misma dolencia enferman muchos otros países, que se consideran civilizantes con orgullo y error.

El provincianismo consiste en pertenecer a una civilización sin tomar parte en el desenvolvimiento superior de ella, en seguirla, por lo tanto, miméticamente, con una subordinación inconsciente y feliz.

El síndrome provinciano comprende, por lo menos, tres síntomas flagrantes: el entusiasmo y la admiración por los grandes medios y por las grandes ciudades; el entusiasmo y la admiración por el progreso y la modernidad; y, en la esfera mental superior, la incapacidad de ironía.


Si hay algo característico que inmediatamente distingue al provinciano, es la admiración por los grandes medios. Un parisino no admira París, disfruta de París. ¿Cómo habría de admirar aquello que es parte de él? Nadie se admira a sí mismo, salvo un paranoico con delirios de grandeza. Recuerdo que una vez, en los tiempos de Orpheu, dije a Mário de Sá-Carneiro: “Eres europeo y civilizado, salvo en una cosa, y en esa eres víctima de la educación portuguesa. Admiras París, admiras las grandes ciudades. Si hubieses sido educado en el extranjero, y bajo el influjo de una gran cultura europea, como yo, no te importarían las grandes ciudades. Estarían todas dentro de ti”.

El amor al progreso y a lo moderno es la otra forma del mismo carácter provinciano. Los civilizados crean el progreso, crean la moda, crean la modernidad; por eso no les atribuyen mayor importancia. Nadie atribuye importancia a lo que produce. Quien admira la producción es el que no produce. Dígase incidentalmente: esta es una de las explicaciones del socialismo. Si los creadores de civilización tienen alguna tendencia, es la de no reparar bien en la importancia de lo que crean. El Infante Don Henrique, pese a ser el más sistemático de todos los creadores de civilización, no vio qué prodigio estaba creando: toda la civilización transoceánica moderna, aunque con consecuencias abominables, como la existencia de Estados Unidos. Dante adoraba a Virgilio como un modelo y un guía, nunca soñaría en compararse con él; no hay, sin embargo, nada más cierto que la superioridad de La Divina Comedia sobre la Eneida. El provincianismo, por ende, se asombra de lo que no hizo; y se enorgullece de sentir ese asombro. Si no sintiese así, no sería provinciano.

Es en la incapacidad de ironía donde reside el trazo más profundo del provincianismo mental. Por ironía se entiende, no el decir piadas, como se cree en los cafés y en las redacciones, sino en decir una cosa para decir lo contrario. La esencia de la ironía consiste en que no se puede descubrir el segundo sentido del texto por ninguna palabra suya, deduciéndose pese a ello ese segundo sentido del hecho de ser imposible que el texto diga aquello que dice. Así, el mayor de todos los ironistas, Swift, redactó durante una de las hambrunas en Irlanda, y como sátira brutal hacia Inglaterra, un escrito breve proponiendo una solución para esa hambruna. Propone que los irlandeses se coman a los propios hijos. Examina con gran seriedad el problema, y expone con claridad y ciencia la utilidad de los niños de menos de siete años como buen alimento. Ninguna palabra en esas páginas asombrosas quiebra la absoluta gravedad de la exposición; nadie podría concluir, del texto, que la propuesta no fuese hecha con absoluta seriedad, sino fuese por la circunstancia, exterior al texto, de que una propuesta de esas no podría ser hecha en serio.

La ironía es esto. Para su realización se exige un dominio absoluto de la expresión, producto de una cultura intensa; y aquello a lo que los ingleses llaman detachment: el poder de alejarse de uno mismo, de dividirse en dos, producto de aquel “desenvolvimiento de la amplitud de conciencia” en la que, según el historiador alemán Lamprecht, reside la esencia de la civilización. Para su realización se exige, en otras palabras, justamente no ser provinciano.

El ejemplo más flagrante del provincianismo portugués es Eça de Queirós. Es el ejemplo más flagrante porque fue el escritor portugués que más se preocupó (como todos los provincianos) por ser civilizado. Sus tentativas de ironía aterran no sólo por el grado de falencia, sino también por la inconsciencia de ella. En ese capítulo de “La Reliquia”, Paio Pires hablando francés, es un documento doloroso. Las propias páginas sobre Pacheco, casi civilizadas, son arruinadas por varios lapsus verbales, quebradores de la imperturbabilidad que la ironía exige, y arruinadas por entero en la introducción del desgraciado episodio de la viuda de Pacheco. Compárese Eça de Queirós, no diré ya con Swift, sino, por ejemplo, con Anatole France. Se verá la diferencia entre un periodista, aunque brillante, de Provincia, y un verdadero, si bien limitado, artista.

Para el provincianismo hay sólo una terapéutica: saber que existe. El provincianismo vive de la inconsciencia; de suponernos civilizados cuando no lo somos, de suponernos civilizados precisamente por las cualidades por las que no lo somos. El principio de la cura está en la conciencia de la enfermedad, el de la verdad en el conocimiento del error. Cuando un enfermo sabe que está enfermo, ya no está enfermo. Estamos cerca de despertar, dice Novalis, cuando soñamos que soñamos.

Fernando Pessoa