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[Arte y moral - IV]

[texto dactilografiado, tal vez 1914]


Este problema del arte inmoral es de los que están siempre saliendo a la superficie, momentáneamente centralizados en una u otra obra que coloca bajo el foco público los vagos principios existentes en tal problema. Hay dos aspectos del problema. El primero es el filosófico abstracto que consiste en la discusión de las relaciones entre arte y moral, el problema estético de la ética, si así podemos llamarlo, o en otros términos, el problema ético en la estética.

No me preocupa ahora este problema. Mi finalidad es discutir el problema práctico, basado en aquellos dos elementos, el problema de la pornografía, podemos decir. ¿Debería el gobierno o cualquier otra autoridad controlar o supervisar el ejercicio de las facultades literarias o artísticas, teniendo en vista su maléfica influencia sobre el público que lee, que ve o que oye? Si así fuere, ¿sobre qué bases trabajará esa supervisión?


Abordaremos el problema en lo que toca a la literatura. La única clasificación admisible en literatura, en lo que hace a este problema, es la literatura y los escritos propia y simplemente obscenos. Esos escritos obscenos que son, digamos, el equivalente a las fotografías obscenas, en que la única justificativa posible es la obscenidad, pertenecen de manera palpable a una especie diferente a la de la producción que es literaria y en la que los elementos obscenos están sobrepuestos a la infraestructura literaria o están inextricablemente entretejidos con la sustancia artística de la misma. De modo que, si las autoridades han de interferir en este problema, han de proceder, en primer lugar, sobre una base manifiestamente estética.

La cuestión presenta, como todas las cuestiones, varios grados. Hay obras que evidentemente solo son obscenas y en ningún modo literarias, tales como aquellos panfletos, que acabamos de citar, que corresponden en la manera escrita a las fotografías obscenas también citadas en paralelo. Y hay, en el otro extremo, productos como Venus y Adonis, como tantos poemas clásicos y obras en prosa; la dificultad es mayor cuando tenemos que lidiar con obras de arte superior que son, no solamente inmorales, sino que hacen francamente la apología de alguna especie de inmoralidad.

No se puede alegar que los elementos artísticos en causa absuelven y extirpan la inmoralidad de la obra. De las dos especies de público que lee, una, la más baja, no ve los elementos artísticos y sólo penetra la significación de los elementos inmorales contenidos en la obra de arte. La otra porción del público lector, la porción sensible a las influencias artísticas, es capaz, en consecuencia, de efectuar una separación entre las dos especies de elementos que participan, por hipótesis, de la especie de obra artística que estamos discutiendo, no se distancia mucho del otro público en lo referente a los efectos, pues, si la obra fue realmente una alta obra de arte, y los elementos obscenos, por tanto, no ajenos a la sustancia de ella, sino inextricablemente mixturados con ella, esos elementos inmorales son tanto más puestos en evidencia, cuanto ganan de intensidad, belleza y fervor, gracias al modo artístico en el que son presentados.

Venus y Adonis , muy probablemente, excitará sentimientos sexuales en una persona de poca educación; pero tendrá en cierta forma todavía más probabilidad de excitarlos en una altamente educada o altamente sensible. La propia superioridad artística de la obra asegura ese efecto. El principio de que «para el puro todas las cosas son puras» es mero fuego de artificio; no hay «puros».

Si queremos prohibir la venta de arte inmoral, no podemos hacerlo sin prohibir al mismo tiempo el arte. El problema es especialmente difícil cuando hemos de considerar obras no extremas, esto es, obras que no son palpablemente superiores desde el punto de vista artístico, pero que tampoco son pura obscenidad, mera obscenidad y nada más. Al nivel de Shakespeare, todos más o menos concordamos en que sería equivalente a la violencia prohibir la circulación de la literatura inmoral. Cuando estamos en el nivel literario correspondiente a la fotografía obscena, solamente los comerciantes del género no acordarían con su supresión. Pero cuando nos hallamos al nivel del novelista popular, el problema se vuelve muy difícil. Hasta cierto punto obras en nivel literario como las de Hall Caine o Miss Marie Corelli son literatura; aunque sean literatura que no permanece –aunque varias personas, en verdad, puedan atribuirles un nivel superior. Si tales obras son vehículos de obscenidad o inmoralidad, ¿qué se debe hacer con ellas?

El hecho central es que el problema se halla en algún lado y su solución se vuelve imposible hasta que decidamos ver que alguna clasificación de públicos debe ser admitida, antes que cualquier luz penetre en la discusión.

Es que la diferencia esencial entre el lector deseducado y el educado, digamos, de Venus y Adonis es que, aun cuando sea bien posible que tanto el educado como el deseducado se sientan sexualmente excitados en el mismo grado, mientras leen la obra, la influencia posterior difiere, no debiéndose tomar en cuenta, sin duda, casos especiales y mórbidos. Un poco después de acabar Venus y Adonis, el lector deseducado que no se irritó, pero quedó interesado por la parte intelectual del poema, permanece bajo la influencia de aquella parte de él que le interesó y que es la sexual. Mientras que, el lector educado, una vez pasada la momentánea excitación de la obra, permanece, por el contrario, bajo la influencia de los elementos artísticos.

La segunda distinción a efectuarse es entre el público adulto y no adulto. Se considera adulto a quien es capaz de defenderse, lo que no sucede con un niño. De modo que, en este campo, el problema se vuelve simple: la lectura de obras inmorales, de cualquier especie que sean, debería ser prohibida a los niños, pero permitida a los adultos.

Entre adultos, la distinción es la siguiente: existen los educados y los deseducados, y estos últimos se hallan, hasta cierto punto, en la posición de niños. De modo que, si la prohibición ha de ser decidida hasta cierto punto, debería ser extensiva solamente a la parte ineducada del público. La cuestión de como ha de ser esto efectuado es del todo secundaria y resoluble, de diversas maneras, aunque aproximadamente.

Fernando Pessoa


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